Han transcurrido más de cincuenta años: se dice pronto: pero lo recuerdo como si fuera hoy. Recuerdo aquel patio embarrado, sin muros ni alambradas: separados niños y niñas por una gruesa raya de cal, por más que nada pasase si algún despistado la traspasaba: porterías improvisadas: montoncillos de piedras: y aquella fuente que no echaba agua y aquel cobertizo de uralita donde don Zenón metía su seíta por mejor protegerlo de hielos y soles, y por recordar recuerdo aquel cerezo inmenso que ocupaba buena parte de un patio escolar que, por cosa de tratos y donaciones, seguía perteneciendo a la familia de los «Rai» Facundo, sin que nadie supiera explicar cómo se había llegado al contradiós de un árbol alto como una torre y totalmente privativo en las justas mitades de las escuelas. Pero así fue durante mucho tiempo y así se pudo ver hasta que hace unos años algún alcalde ordenase talar el tocón reseco para regalar la leña a la residencia de ancianos.
Hablo de la que fuese mi primera vez en salir en defensa de alguien más débil. Todavía me pregunto cómo fue que me atreví a enfrentarme con los abusones de la escuela. No había cumplido los once años: lo sé porque acababa de superar la prueba de ingreso al bachiller y estaba a la espera de una plaza en el internado. Llovía. Entonces siempre llovía. Nicasio: así se llamaba el hijo del peón caminero que nos mandaron de Coria: lloraba en un rincón: su rincón: con la cara agraviada por el barro restregado a la fuerza, impotente, hecho un triste ovillo de vergüenzas y penas que trataba de esquivar las miradas de las niñas y las puyas de los más mayores, que en sus afanes por más herir no dudaban en restregarle que se había quedado sin madre… Y fue así como aquel día perdí el miedo a los déspotas del patio: para siempre: así me fue: aunque hay que decir que también me dejé un colmillo en medio de la refriega: afortunadamente todavía era de leche y mi madre no le dio demasiada importancia.
Burillo, que a sus catorce y pico años ya formaba parte del paisaje, acumulaba más repeticiones de curso que nadie, y señoreaba el patio de extremo a extremo arrastrando sus pantalones de pana rusa mil veces remendados; fumaba celtas a escondidas, ganaba todos los campeonatos de pedos y eructos, y se paseaba por todas partes reclamando el impuesto de la canica o un cambio ventajoso de peonza, a lo cual todos estábamos obligados so pena de que nos dejara en calzoncillos en medio del patio, a la vista de todos y, lo que era peor, de todas las niñas. Recuerdo que ya se afeitaba patillas y bigote, como también recuerdo su letra menudita, acomplejada, como de parvulitos, cuando salía a la pizarra y se mostraba incapaz de escribir correctamente el nombre del rey Wamba.
Burillo tenía atemorizados a los más pequeños y nadie se atrevía a pararle los pies, esa era la verdad. Y aun así, el día del que hablamos perdió la parte superior de la oreja derecha, de un bocado certero de Plata, mi amigo del alma, mi compañero de pesca, mi padrino de boda. Desde entonces, Burillo no tuvo otra que dejarse el pelo largo por mejor ocultar la mella en la oreja: una melena desordenada que le abandonó cuando, a edad muy temprana, se quedó tan calvo como su abuelo, el «héroe» de la guerra de Cuba: un anciano fibroso y malhablado que presumía de haber dado garrote él mismo con sus manos a treinta y siete rebeldes: ni uno más ni uno menos: que digo yo que eso, lo de la alopecia precoz, el matonismo y la crueldad con los desvalidos, le vendría de familia.
Yo perdí el colmillo de leche, Plata se ganó el respeto de todos y una más que merecida tanda de palmetazos, que aguantó como los burros aguantan los palos en el trillo, sin una sola lágrima y sin necesidad de darse ajo: creo que más por haberse tomado la justicia por su mano que por quedarse entre los dientes con buena parte de la oreja de Burillo, y fue así como los abusicas dejaron de meterse con el bueno de Nicasio, que empezó a jugar de portero en Los Ultramarinos: ese era el nombre de nuestro equipo. Algún día diré cómo fue que llegamos a semejante ocurrencia, pero esa es ya otra historia y tiene mucho que ver con los dictados interminables del bueno de don Zenón. Decir también que hubo reunión de madres en el Juzgado de Paz y que durante algunas semanas las cosas se nos pusieron difíciles, muy difíciles, sobre todo para Burillo y Plata, que permanecían a pie firme horas y horas mientras los demás dábamos clase o hacíamos copiados infinitos. Los padres de Burillo retiraron la denuncia en el cuartelillo de Mestas y todo quedó en nada, aunque ya nada volvería a ser lo mismo en aquel patio donde reinaba un cerezo tan alto como la torre de la iglesia.
Pobre Nicasio. Era un estudiante ejemplar, pero la naturaleza le había hecho gordito, bajito y con gafas, y por si fuera poco, asmático y huérfano de madre, ya se dijo. Cada vez que la furia de los déspotas se desataba, él era el primero en ser arrancado del rincón donde leía las hazañas del Guerrero del Antifaz. Yo lo había visto más de una vez sorbiendo mocos y lágrimas mientras las mangas de su jersey de mezclilla se embebían con el agua mansa que nos llegaba del pico de la Arrólamúa, y recreo sí, recreo también, su dignidad siempre quedaba reducida a la nada y su cara embadurnada de barro.
Aquella mañana no pude soportar más. Dejé la pelota en el imaginario punto de penalti. Tomé carrerilla. Me abalancé contra el abusón, sin pensarlo dos veces, con la cólera ciega de quien no tolera la pena ajena, a sabiendas, amigo lector, que yo de valiente tenía lo justo y que iba a recibir lo mío y lo de todos. Y aunque mi fuerza de niño flacucho poco pudo hacer frente a los catorce años bien cumplidos del animal de Burillo, pues eso, que sí, que me gané mamporros y patadas y collejas y varios puntapiés en el culo hasta que finalmente acabé perdiendo el colmillo de marras. Y no contento, aquel bestia me arrastró por los pies por charcos y barrizales, aprovechando que los maestros estaban de espaldas vueltas, hasta abandonarme justo al lado donde las niñas saltaban a la comba… Ninguna se rio, lo cual fue muy de agradecer. Y a mí el barro me supo a caramelo de cola.
Y en eso que Plata, mi amigo fiel, cayó en la cuenta de lo que estaba pasando: abandonó una partida de taba y correa, y se encargó de equilibrar la balanza con sus dientes y sus brazos de hijo de herrero. «¡Mi oreja, mi oreja… Don Zenón, el cabrón del Plata se ha comido un cacho de la mi oreja!», gritaba Burillo, ahora ya no tan bravo, con Plata encaramado a su chepa, mientras apretaba la mano por ver de cortar la sangría. Y Plata, lo juro por esta, escupió el trozo de ternilla con unos modos que recordaban el clímax de algún western, al tiempo que se limpiaba la boca con el faldón del impermeable antes de seguir con la partida de taba como si tal cosa. ¿Invención excesiva? Usted allá: yo juro que todo sucedió como aquí se cuenta.
Ahora, tantos años después, veo esa escena reproducida a miles de kilómetros de distancia, con otros protagonistas, pero la misma crueldad. Veo a Vance y a Trump en el despacho oval, abusando y faltando el respeto a Zelenski, y a su alrededor, solo advierto el silencio cómplice de aquellos que prefieren no meterse en pleitos con quien ha demostrado ser capaz de todo desde aquel tiro errante que le dio en la oreja: zarza ardiente: a Trump me refiero: Moisés y Alejandro votado por vaqueros de Montana, parados de Pensilvania y cimarrones de Texas, banqueros subprime y un puñado de mutantes tipo Musk que controlan la mierda que nos llega a los móviles. Plata, nunca pude elegir mejor padrino de boda.
Y sucede que mientras los abusones de Trump dan barro a la cara de Zelenski: diez contra uno en campo propio: Europa observa equidistante: se fija mucho: no hace nada: tetanizada, paralizada por el miedo: ni tres meses de frío estuvieron dispuestos a sufrir los alemanes de la Merkel: cobardía de los que han renunciado a sus valores y al legado de Spinoza y Voltaire, Mahler y Da Vinci: a todos los valores: a todo lo que era sólido y ya no es nada: los europeos de esta Europa que se acaba hemos olvidado el jeto del Cabo Hitler, su bigotillo ridículo, y lejos de levantarnos contra el Burillo de Washington lo que hacemos es entregarle las canicas antes de que las pida.
En todo el recinto escolar ya no hay un Churchill que nos arengue, ni un De Gaulle silbando La vie en rose, ni hay un Roosevelt que nos oriente o espante nuestros temores desde la silla de ruedas. Todo es bravata de salón, abracitos sobones y moho y palabras hueras y poses y un «aguántame el cubata, que me hago pis»: promesas de miles de millones que nunca llegarán al rincón de Nicasio: exhibición de postureos sin honor: juego de poder sin principios donde todos los líderes: de algún modo habrá que llamarlos: se miran de reojo por ver quién la tiene más grande o mea más lejos, mientras los ucranianos siguen siendo masacrados, ahora: ya se puede decir: con la connivencia de aquella América que alguna vez fuera la América de Lincoln, Reagan, Carter…
En la escuela, al menos, había reglas. Había un maestro que podía poner orden a fuerza de palmetazos, lo cual nos ofrecía una mínima garantía frente a la tiranía de los más fuertes. Pero en este tablero global que ahora habitamos, el árbitro se ha esfumado, las normas que nos permitieron llegar hasta aquí han sido arrinconadas y los abusones han tomado definitivamente la plaza, el patio escolar, si se quiere, y hasta el cobertizo donde dormía el seíta de don Zenón. Lo que sucede con Ucrania es la mejor prueba de que al malvado solo se le puede parar en las playas de Omaha, a pecho descubierto, a sabiendas de que ponerse del lado del débil tiene precio y consecuencias. Un país invadido, una nación que resiste con el último aliento, y mientras tanto, los líderes europeos titubean, tiran de calculadora (made in China), susurran en voz baja el Money de Pink Floyd, se mienten los unos a los otros, van de acusicas a escondidas hasta los pies de Trump, mientras las bombas siguen cayendo en suelo ucraniano, sembrando los campos de Nicasios sin madre. Zelenski ha demostrado más huevos en su rincón que todos los burócratas de la Unión Europea celebrando el cumple de la Von der Leyen: y lo sabes. Pero nos falta un Plata dispuesto a cabalgar sobre la chepa de Trump… y un don Zenón dispuesto a hacer justicia.
Estados Unidos, reo de su propia vorágine política, oscila entre cortar la ayuda: para nada gratis: y la maleducada desidia de un presidente que se burla del sufrimiento ajeno a lomos de un país que perdió la vergüenza el mismo día en que tomó el Capitolio a golpe de cuernos: Estados Unidos se rindió a las tragaperras del Flamingo y el centro del mundo es la Tower Trump de Las Vegas. Y Trump, en su patético show, ya no es solo un personaje excéntrico de los Simpson: es el símbolo de la degeneración de la política occidental: o mejor, una caricatura de la política de todos los tiempos. El cinismo se ha convertido en la norma, la empatía en un lastre. Y Zelenski, como Nicasio en el patio del colegio, sigue resistiendo, sigue pidiendo apoyo, mientras los repetidores de la clase miran para otro lado o, lo que es peor, directamente le recuerdan que no tiene madre.
Pero no es solo Ucrania. Es Gaza, donde las bombas caen sobre niños que nunca conocieron un solo día sin miedo. Es Israel, donde los jóvenes ya no van de excursión por temor al terrorismo de Hamas. Es Yemen, donde la guerra olvidada sigue devorando generaciones enteras… ante el silencio cómplice del mundo. Es Taiwán, mirando de reojo a China, esperando el momento en que el dragón decida que es hora de extender su sombra y hacerse con unos chips imprescindibles para infectar el mundo de inteligencia (¿) artificial. Es la lucha entre los que quieren vivir en paz y los que se creen dueños del mundo tan solo porque nacieron menos gordos, más altos, menos miopes.
Europa, antaño cuna de toda ilustración, ahora no pasa de espectador tembloroso ante el dilema de elegir entre mantequilla y cañones: otra vez: ya pasó en 1939: mal contados, cincuenta millones de muertos: y ellos, los chupatintas de Bruselas, los de los sueldos nivel Dios dudando entre recortar las pensiones —de los demás— o abandonar a Zelenski en los barrizales de una rendición que no merece. Alemania calla, Francia titubea, Reino Unido se encierra en sí mismo. ¿España? Sencillamente, la España del Empecinado y el Cura Merino ya no existe. La paz ronca en medio de reuniones interminables y discursos huecos. Y mientras tanto, los nuevos Burillos de la política global avanzan sin freno, sin miedo a las consecuencias: no veo a nadie dispuesto a perder el colmillo de leche en defensa de Nicasio: el hijo del peón caminero que nos llegó de Coria…
Me pregunto dónde está hoy el instinto protector que nos impulsaba a actuar sin miedo en defensa de la libertad. Me pregunto si todavía queda alguien dispuesto a dar un mordisco certero en la oreja de la injusticia. Y ahora, grandilocuencias a lo Cicerón:
—¡Romanos, la historia nos está juzgando, y tal vez acabemos dándonos cuenta de que, al final, el peor de nuestros pecados no fue el silencio ante la crueldad de los fuertes, sino la cobardía de los que pudieron hacer algo por Nicasio/Zelenski y no lo hicieron!
Terrible. Occidente murió el día 28 de febrero en el despacho oval de la Casa Blanca. Y nadie tiene huevos a decírselo a Trump en la cara. Lo que no logró Putin lo consiguió esta «democracia» a lo happy flower: Zelenski ha caído a fuerza de abrazos. Y todos lo sabemos.