Hace ya más de seis años que en el Ronda Semanal de la etapa anterior publicamos un retrato de Carmen, la conserje del Martín Rivero, recientemente fallecida cuando llevaba disfrutando no más de tres cursos de una más que merecida jubilación.
Se incluía en el apartado de Buenagente: columna, que, como tal vez recuerden algunos lectores, conformaba una especie de paseo de Hombres y Mujeres Justos: una galería en la que fui alojando a aquellas personas: personalidades me atrevo a decir ahora: que desde la humildad, la sencillez y el trabajo bien hecho eran más que merecedoras de formar parte de la verdadera elite rondeña, o al menos eso es lo que pretendí con aquellos articulillos breves, muy breves, aunque emotivos y valedores de quienes nos hicieron y nos hacen la vida mucho más amable con su sola presencia. O recuerdo. Eran sencillos homenajes semanales a unas vidas de reconocimiento obligado.
Y es que no tengo otro modo de trasladar a la familia de Carmen mi más sincero pésame por su pérdida que estas páginas digitales del Ronda Directo. Me limito a volcar lo que ya se publicó en su día… Este era el texto y esta era Carmen Ortiz. Un lujo haberla tenido de compañera.
Carmen Ortiz: Milagritos, sabiduría de madre
«Viva y tan rápida de reflejos como solo puede serlo una madre que se dio arte y manera de sacar adelante una casa con once a la mesa. Justo el número que suman ella, su marido, seis hijos y tres hijas: encaje de bolillos: panes y peces multiplicados para que los humildes ingresos alcanzaran tantas bocas.
Y me dice: «Me casé hace 41 años. No me pesa. Gracias a Dios tuvimos fuerza y salud, y mi Miguel y yo pudimos hacer de nuestros hijos personas de bien». ¿Y qué entiendes por personas de bien, Carmen?, pregunto, y responde: «Que no le falten a nadie y que aprendan a valorar el trabajo como algo valioso». Y además de verdad…, pienso.
Conserje en el IES Martín Rivero desde hace 32 años. Los niños la respetan y la quieren, y eso se nota en el trato educado que la dispensan cuando pone orden en los pasillos o va a recoger a un enfermo. Cuando acoto las breves notas de este retratillo, estoy pensando en lo hipócritas que somos ensalzando nobles, políticos de medio pelo y demás ralea, y lo mucho que nos cuidamos de silenciar a estas heroínas de lo cotidiano. Y eso no puede ser casual…
«Yo tuve que hacer de todo y no se me caen los anillos. El trabajo es alegría y hay que hacerlo con una sonrisa –me dice y añade–: Lo mismo limpié escaleras que trabajé con las Hermanitas o me afané en hoteles y restaurantes».
Quiero saber –por comparar– cómo se organiza una casa donde los hijos son tantos y se llevan tan pocos años. Y Carmen se ríe y me dice: «Las más grandecitas se encargaban de los chicos. Y como todos sabían lo que había que hacer, pues Miguel y yo podíamos trabajar. Es verdad que a veces me tenía que llevar al trabajo el cochecito de alguno, qué te voy a decir…».
En la casa de Carmen se vive la cultura del caballo. Su marido es todo un maestro en doma y ahora mismo echa unos meses en los sementales de Ronda, que esa es otra, que cómo andará la cosa: unos meses le faltan en las cotizaciones de la pensión… y las fatiguitas que está pasando para juntarlos. Sus hijos Francisco y Antonio se dedican a la doma vaquera y clásica en la yeguada La Angostura de Jimena de la Frontera. «Mi Curro –dice– es campeón de España y Andalucía, pero eso aquí como que no se valora. Es más reconocido en el extranjero que en su pueblo…». Y otro de sus hijos, Miguel, lleva un coche de caballos de esos que tanto gusta a los turistas.
Se casó con veinte años, sin casa ni trabajo. Se instalaron en Fuengirola y empezó a echar horas en un restaurante. Luego consiguió una VPO, me dice, y añade con gracejo: «Había meses que ni las 2.000 pesetas que pagábamos de renta podíamos poner… Pero no me quejo». Eso, Carmen, mejor no quejarse. Además, ¿de qué serviría? Yo lo que tengo claro es que son las mujeres como tú: las mujeres milagro, las que multiplicáis los panes y los peces a diario, ustedes sois las responsables primeras de los cambios de los últimos treinta años. Y eso se nota en el respeto –y cariño– que te dispensan los alumnos cuando correteas el pasillo con un papel en la mano. Viva, veloz, alegre, palabrita amable… Sin que quejas y sin perder los anillos».