Luisa y mi mujer se conocieron en casa de un nota con cabecita a lo Gandhi que se levantaba setenta euros por sesión, que, dicho sea de paso, no solían durar más allá de los quince minutos de reloj, tanto estimaba su tiempo.
Las dos se creen eso del ocultismo, ya sabes: tarot, sanaciones milagrosas por imposición de manos, el poder del aloe…, sin que falten las estampitas de santos y santas repartidas por las paredes a modo de detente frente al maligno, y también se pasman, cómo no, con el rollito cani de las casas encantadas por okupación de fantasmas y ectoplasmas que regresan para reclamar lo suyo: mandas incumplidas, digos y Diegos en testamentos amañados y estatutos violentados: tanto o casi que el convento de Santo Domingo desde que el comité de sabios de Iker Jiménez barriera su interior con cámaras, micros y sonares que ni la NASA oiga, ni la NASA, resultando la «presencia» de una sombra de anchos hombros que entraba en el retrete y no salía por más que llamaban… Sólo faltó el Coronel Baños, el abogado que se daba barro por mejor pegar en la tele mientras el pueblo de Valencia enfrentaba la más mortal de las riadas, y ese tal Gaitán que lo mismo desmonta un Tesla que se declara facha para dejar a los fachas auténticos patinando de risa por los suelos.
Y niegan las dos, Luisa y mi mujer niegan lo único cierto: que aquí te mueres y todo se va en cenizas o gusanos. Luisa y mi mujer se pasan las tardes de invierno al calor de la mesa camilla calculando la relación que hay entre el perímetro y la altura de la Gran Pirámide, una y otra vez, una y otra vez, y siempre les da un múltiplo de : eso es más que ciencia para ellas, y cada vez que dan con un 3.1416 se vienen arriba y se afilian a los foros y chats más peregrinos de internet.
Que la pirámide de Keops sea obra de marcianos es algo que nunca dudaron. Ahora andan por los arcanos de la reencarnación y las almas múltiples que definen a todo ser vivo desde el homo a la última de las bacterias. Y se devanan los sesos buscando acá pruebas del más allá. Como si no fuera castigo bastante aguantar al alcalde abriendo las procesiones o trasegando a pulmón un plato de arroz con bogavante, para que ahora me vengan con fantasmas y OVNIS. Y yo se lo digo.
Yo le digo a la compi de enigmas de mi mujer, pelirroja teñida por más señas:
—Mira, Luisa, hermana, que después de muertos todo es humo, o sea nada.
Y ella que no, que hay otra vida, mi niño, lo que pasa es que tú no quieres «aprender a ver». Y me llama ateo. Ateo y más cosas. Rojo también. Pero esto último no me amosca tanto, la verdad.
El otro día nos invitó a merendar. Puse cuantas excusas pude, pero fuimos. Y nos recibió con una infusión de algas y unas pastas de arroz nepalí que, por lo visto, obran milagros en el intestino. Y salió a relucir la reencarnación, faltaría más: colocó una pirámide de jade en el centro de la mesa, prendió dos velitas con aroma a pachulí y nos largó un discurso interminable: que sí, que está más que demostrado, eso decía, que después de la muerte regresamos en otras formas de vida…
—¿Y las pruebas? —pregunto.
—Muchas, muchas. El Dalai Lama y sus herederos sin ir más lejos —dice.
Y va y pone musiquilla de Enya en una torre de sonido. Definitivo. Noqueado por las circunstancias. A punto estoy de tirar la bandeja de las pastitas con el codo. Aquello era superior a mis fuerzas, colega, aquello me superaba: aquello era más duro que una rueda de prensa del alcalde tratando de explicar las razones por las que cada día hay menos aparcaderos gratis y, por el contrario, los de pago cada vez cuestan más. Inspiré, espiré, inspiré, espiré… Pedí a Luisa algo de beber. Mi mujer sorbía de una tacita de porcelana dorada.
—¿Como qué? Sabes que no soy de licores.
—Lo que gustes, Luisa. Bastará que sea fuerte.
—Lejía te daba yo —dice mi mujer.
Luisa puso a mi alcance una botella de anís seco con varias decenas de navidades cumplidas, del Mono creo que era. Me hice una palomita bien cargada y seguí escuchando su rollito del karma, el relato al detalle de varias experiencias cercanas a la muerte y la multiplicidad de almas que hay en nosotros. Mi mujer estaba como pasmada. A mí se me repetía el arroz del Nepal. Encendí un cigarrillo: se me fue un bostezo: chupé aguardiente y dije:
—Luisa…
—Dime.
—Gracias a ti, ya sé lo que quiero ser después de muerto, claro.
Luisa parecía no creer lo que oía. Luisa estaba radiante por haberme puesto en el camino de la Verdad. Por fin me veía cual pececillo indefenso al alcance de sus manos.
—Tú dirás. Soy todo oídos.
—Llegado el caso, quiero regresar del MÁS ALLÁ en forma de halcón peregrino —dije. Luisa le hizo un guiño cómplice a mi santa y comentó que el halcón era una clave para acceder a la sabiduría de los faraones, y pareció gustar mucho de mi suerte.
—Un halcón… Horus está contigo. Por fin se te abren las puertas de la sabiduría —eso me dijo al tiempo que me aproximaba el cenicero sin reparar en que ya no fumaba.
—Pero hay dos inconvenientes. Que tengo miedo a las alturas. Y que me aterra la idea de que me fría a tiros alguno de esos escopeteros que están dejando nuestros campos sin gorriones ni jilgueros, así que no sé, no sé, no acabo de verlo claro, la verdad —eso dije.
—¡Tú y tus políticas verdes! ¡Tú y tus malditas dudas de animal descreído! ¡Tú y tus cambios climáticos! ¡No, si ya decía yo…! —exclamó mi mujer.
—Deja que siga. Deja que Horus obre en él sus prodigios. A veces tarda en abrirse la puerta —dijo Luisa. Y yo seguí, vaya si seguí.
—Aunque bien pensado tampoco me desagradaría volver del Otro Lado convertido en patrono de la Fundación Atahualpa, y más ahora que están a punto de cerrar el trato por el que el Castillo se va a convertir en un hotel cinco estrellas…
—No comprendo, la verdad. No sé a dónde quieres llegar. Yo creo que nos estamos desviando del tema que nos ocupa —apuntó Luisa.
—Pues eso, que no acabo de entender que con la de capones y palmetazos que me llevé en sus aulas ahora lo vayan a transformar en picadero luxury… Es como mutar el plomo en oro. Más que alquimia: eso es encantamiento financiero y lo demás son cuentos. Me río yo de Mario Conde. Donde había una pizarra ahora habrá un chéster de media altura, y donde hubo un confesionario colocarán algún cuadro de la escuela del artista del plátano y la cinta americana, ya sabes, y si no busca en Google.
Luisa me miró como los loqueros miran a sus locos. Me sirvió otro anís por ver de adormecer al chimpancé que llevo dentro. Yo continué mi exposición:
—Ya te digo, imagíname por un momento convertido en patrono, cofrade o firmante de la Fundación Atahualpa: ir de reuniones, poner voz campanuda con la solemnidad del bobo, hacerme pasar por un hombre de mundo, y decir, por ejemplo, que ese hotel 5-Estrellas-5 generará mil doscientos puestos de trabajo, o ya puestos, tres mil; la mitad de ellos altamente cualificados. En millones vamos a nadar todos…
—Te estás alejando del tema de la reencarnación —apunta Luisa.
—Apreciaciones vuestras.
—Como siempre: buenos días, manzanas traigo —suelta mi mujer.
La música saltó de Enya a unos soniquetes así como turcos. Me sirvo otra palomita.
—Me pone imaginar que algún día pudiera regresar del Otro Lado para mercadear con el inmueble del Castillo. Por no hablar de las certezas que tengo sobre las bondades que acarreará la ideíca en la conga interminable de coches y furgonetas en la calle Armiñán… En fin, eso es lo que me gustaría ser cuando vuelva del Más Allá: un firmante del convenio o trato que se trae entre manos un puñado de tales y cuales que ya se ven cerrando el negocio del siglo: eso y hablar de tú a tú con gentes que huelen la pasta de lejos mientras los albañiles cultivan lumbagos en la carretera de la Costa.
Mi mujer tenía hundida la mirada en el fondo de la taza. Luisa se aplicó una copa generosa de anís. El loro (¿o era una cacatúa?) que hasta entonces dormitaba en un jaulón de alambres dorados comenzó a aletear como loco: «Pringao, pringao, pringao…», chillaba.
Remato y digo que le estoy cogiendo el punto a esto de la reencarnación: un Cervantes gestionando los dineros del puerto de Sevilla, así me veo… Por no hablar de lo full que quedaría el pago de mis desvelos y servicios con una tienda de suvenires e imanes y vinillos de autor en el hall del hotel, y todo sin renunciar a la gestión en exclusiva de eventos y copetines cuando vengan los que han de venir a lomos de sus Lamborghini y Aston Martin. Definitivo: en patrono de la Fundación Atahualpa me quiero reencarnar.
—Cariño, deja el aguardiente. Comienzas a dar la nota —dijo mi mujer.
Luisa recogió las cartas del tarot. Se tomó el pulso con el pulgar en el cuello, mientras mandaba callar al loro (¿o era cacatúa?). Y no pudo evitar que se le escapara una especie de aullido más de chacal que de lobo:
—María, por favor, NO VUELVAS por mi casa con este animal que tienes por marido. Increíble me parece que puedas seguir con él.
—Te lo dije. Yo ya te dije que este no tiene remedio. Desde que se enganchó al canal de coronel Baños ve conspiraciones en todas partes. Ahora le ha dado por husmear la reconversión del Castillo en un hotel cinco estrellas y hay noches que hasta se sueña —dijo mi mujer a modo de excusa.
—¿Puedo decir algo más? —pregunté.
Mi mujer hizo que no con la mano y Luisa que sí con la cabeza, y como estábamos en casa de Luisa, yo me sentí autorizado para hablar. Y hablé:
—Ni halcón ni Dalái Lama, pues: firmante, lo mío será reencarnarme en cofrade o patrono de la Fundación Atahualpa.
Luisa se llevó las manos a su frente despejada y sudorosa: parecía buscar los cuernos que le dejó su AMORCITO, así se refiere todavía a su tronco, aunque hacía más de diez años que se había largado a Tokio con una japo que conoció en la terraza del parador. Desde entonces a Luisa la llaman la Sueca, que será por aquello del síndrome de Estocolmo, pienso. Alejó el anís de mi alcance. Me impidió prender un nuevo pitillo. Pero yo seguí: yo le había cogido el gusto al rollo del karma y ya me sentía levitando por los pasillos del Castillo.
—Tú y tus infantilismos, tú y tus cambios de opinión —dijo mi mujer.
—¿Acabaste ya? —preguntó la compi colega.
—Ya acabé. Pero que quede claro.
—Ateo y comunista —comentó Luisa.
—Yo ya te lo dije: mi Camilo ni karma ni leches —dijo mi mujer.
Y yo me levanté. En mi cabeza bailaban el Dalai Lama, el Padre Pilón, la Gran Pirámide, Paco Porras, la Sábana Santa, Tamara Falcó y la Lomana, el tronco de Luisa y la japonesa, y hasta uno de Dos Hermanas que dice curar con saliva. Apuré la palomita de anís del Mono (¿o era de El Tajo?) y cambié otra vez de opinión: mejor regresaría del más allá reencarnado en caracol: ya puestos a reencarnaciones, que sea transformado en bicho capaz de sortear y ciscarse en las voluntades últimas de una marquesa que, a su muerte y en pública escritura, dejó meridianamente claro que su legado: El Castillo, entre otras bagatelas: debería tener un uso socioeducativo por los siglos de los siglos. Amén.
Me cuidé de decirlo. AntesLuisa y mi mujer sacaron una ouija de chapa y yo abandoné la casa, no sin antes inclinarme ante el san Pancracio que presidía la salita. Después me fui al bar de cabecera y le di a mi karma un cubatita de Pampero. Coherencia. Cambio de criterio. Poderoso caballero es don Dinero… Hay que ver las maravillas lubrificantes que obra una dosis de aloe vera en el sieso de algunos… Y algunas.
Quevedo en vena. Respeto a la voluntad de los muertos, que se dice. ¿Uso social y educativo hasta el fin de los tiempos? Un picadero luxury, una conga de coches del Puente al Barrio, eso es todo. Y todo por un puñado de euros de papel que se dilapidará más temprano que tarde.
Doña Teresa, señora marquesa de Atahualpa, ándele, vuelva usted de su merecido Nirvana y reclame lo suyo solo sea por palmario incumplimiento de lo firmado en su día, porque lo que usted dejó para disfrute del pobre ahora va a caer del lado de los de siempre: «Vayan días y vengan ollas».
Santo Domingo tiene su Moctezuma nocturno (y meoncete) y en El Castillo se oirán a no mucho tardar los llantos y juramentos de toda una marquesa que se siente violentada en sus voluntades últimas. Cosas de muertos.
¿Imperonia somos todos? Unos más que otros. Lo de siempre.