El tipo del tatuaje de la cobra en el pecho me abordó por detrás con el sigilo de la salamanquesa, al tiempo que me echaba su aliento pegajoso y húmedo en el cogote: yo estaba sentando en un taburete de plástico de esos que dicen minimalistas, amarillo por más señas, un tanto incómodo, la verdad y todo sea dicho, y noté cómo el poco pelo que me queda se impregnaba de un tufo agrio a cerveza alemana y hamburguesas atrasadas. A mí aquel tipo me dio mala espina desde que lo vi entrar con su flamante chupa de cuero: desde el mismo instante en que puso las llaves de su Harley encima del mármol del mostrador supe que era uno de esos personajes a los que por nada del mundo quisieras tener por vecino de bloque y mucho menos por compañero de andamio.
Pero así eran las cosas: yo estaba allí: él estaba allí: los dos estábamos en La Moto de Buda y eran las dos de la madrugada, bien pasadas. Algunos hablaban de la movida en Francia: del coito interruptus del que había sido víctima Madame Le Pen: otros debatían sobre la selección española, a la que ya son muy pocos los que llaman La Roja: en fin, nada del otro mundo. Entre el personal que se esparcía a lo largo y ancho del local la que más se hacía notar era una rubia del tamaño de Édith Piaf, que decía ser de la Bretaña: hablaba en un español bastante correcto y llevaba minifalda a juego con unas gafas de sol cuya buena factura se veía de lejos: maldecía a la tropa de Mélenchon y a Mbappé lo llamaba negro, directamente: «Paguísss ya nunca volveggá a ser una fiesta. La France est morte!», eso decía con su vocecita de gorrión sediento mientras se ayudaba a olvidar los malos resultados de la derecha francesa a golpe de Pernod casi libre de agua: yo no podía entender cómo en un cuerpecito de dimensiones tan ajustadas podían caber tantos tragos de aquel mejunje que de tan empalagoso como era se abría sitio: por derecho propio: entre el áspero olor de la cerveza derramada por en suelo, por las mesas, por la barra.
—Yo soy el que te mandó recado con el municipal… Hay alguien en el local que quiere hablar contigo —eso me dijo el tipo de la cobra tatuada en el pecho.
Miré acá y allá, escudriñé los rincones, fijé la mirada en los reservados donde tipos y tipos, tipas y tipos, tipas y tipas se comían los morritos y comparaban tatuajes y hablaban de motos y de escapes y de aditivos para la gasolina y de las curvas de la venta del Madroño: miré, miré muy bien, pero no encontré a nadie que mostrara el menor interés por mí. Fue entonces cuando recordé que aquella tarde había dejado sin echar la cadena a la cancelilla de mi puesto de melones: era una buena excusa para darme el piro, pero no me atreví a decirlo. Supongo que tú también hubieras hecho lo mismo de haber tenido a aquella bestia echándote el aliento en el cogote, con su cobra a punto de atacar y las llaves de la Harley expuestas a modo de catana en lo alto de la barra.
—Vale, espero, aquí estaré —dije.
El tipo se encaminó al rincón donde reinaba una mesa de billar americano, pidió unas servilletas para secarse el sudor de las manos y fue entonces cuando yo y todos pudimos observar su pericia con el taco: un artista eso es lo que era: pesaba ciento diez kilos, tal vez más, pero tocaba la bola con precisión de cirujano: de un cirujano de esos que operan de fimosis a los hijos de los ricos en las clínicas donde solo entran los adinerados: así es la vida, ya sabes: tú en lista de espera desde hace tres años para que te revisen el marcapasos y ellos llaman por teléfono y en cuestión de media hora tienen en casa una recua de batas blancas: y verdes: para librarles de una uña encarnada, o de un estreñimiento de dos días, o de un hematoma menor en la parte interna de su nalga derecha. Así es la vida, ya te digo.
Y esperé: esperé mucho a que alguien se dignase decirme algo: pensé en mi puesto de melones y en el candado que no había echado y en el generador que tal vez se hubiera bloqueado de nuevo dejando sin frío en refrigerador de las cerezas: y así fue corriendo la madrugada, y esperé tanto que las manillas del reloj que coronaba la esquina donde crepitaban las hamburguesas y el beicon y los huevos a la americana no tardaron en marcar las tres y diez, al tiempo que jarras y más jarras de cerveza iban formando una especie de parapeto que no me dejaba ver la cara de las camareras. «La France est morte!» repetía la Edith Piaf de Marbella, que en varias ocasiones había tratado de entablar palique conmigo: sin éxito: yo estaba a lo que estaba y, aparte del candado de mi puesto de melones, nada me preocupaba lo más mínimo: aunque es cierto que todavía ahora me arrepiento de mi falta de cortesía con la francesita de la minifalda a lo Bardot. Era pequeñita: era preciosa: se le perdonaba su pertenencia a los júligans de Le Pen.
Las camareras bien sabían que yo era el dueño del puesto de melones de la carretera de San Pedro y pasaban de mí como el gato de la hierbaluisa, reservando sus mejores sonrisas y sus palabras más amables para los clientes que pagaban con billetes de cien consumiciones que no llegaban a treinta. Por un momento yo pensé que las camareras debían de tener algo en mi contra, no sé qué, pero algo que debía pesar no poco en nuestra extraña relación: como si no terminaran de fiarse de alguien que llevaba puesta una camiseta de helados Camy y unos bermudas de rayadillo proleta: tal cual: no hacía falta preguntar para saber que las tres eran conocedoras de que me gano la vida trapicheando con melones y sandías y tomates de Coín y cebollas y melocotones de Tetuán en un recodo de la carretera de San Pedro a Ronda. Tampoco debían fiarse demasiado del dorado de mi peluco de pega, pues cada vez que me llenaban la jarra, tendían la mano con una celeridad que a mí se me antojaba excesiva de todo punto, y decían:
—Colega, son siete cincuenta. Y el maní y las almendras corren por cuenta de la casa…
—Quédate con el cambio —decía yo, haciéndome el sobrado, mientras atrapaba la cerveza al vuelo y ponía un billete de diez al alcance de su mano. Fueron pasando los minutos: ya digo: y los minutos se hicieron medias horas: el tipo seguía con el billar: el tipo de la cobra en el pecho no fallaba una: los dedos de sus manos se movían a lo largo del taco con la misma delicadeza que si estuvieran acariciando la cabeza de un chihuahua con tres pedigrís: los de los reservados seguían comiéndose los morros: dos se liaron a puñetazos y bocados por la cilindrada de sus motos: las camareras, más que hechas a estos guirigáis a lo Mel Gibson en una de sus peores tardes, subieron el volumen de la música a la espera de que llegaran los dos seguratas que debían andar tomando el fresco en la calle: sonaba lo último de Sabina: después pusieron a la Pantoja: era el día idóneo para un buen Marinero de luces: y sí, en un arrebato de valentía, harto de esperar a ese Tal que quería hablar conmigo, saqué valor y llamé a una camarera.
—Chissss! Eh, tú… Sí, tú, la del imperdible en la oreja, no te escondas.
—¿Me llamabas a mí, tron?
—Te llamo. Ponme una birrita más de barril. Coge estos diez y vas y le dices al nota del billar que lo que es yo no espero más. Que tengo curro temprano mañana, eso le dices.
La mujer del imperdible en la oreja llenó una jarra decorada con una bandera de Gibraltar y una Honda CBR: una jarra que completaba la docena: ciento veinte euros llevaba gastados: los melones habían dejado de existir: ella, la camarera, me golpeó con un dedo en la frente y dijo:
—Pues se va a mosquear, ya te digo… ¿Tú sabes quién te ha dicho que esperes? Ni te lo imaginas.
—Me importa un huevo. Me importa un huevo hasta que sea un madero de servicio…
—¡Bingo, colega! Casi aciertas. No sé cómo lo adivinaste, pero ese tipo es un hombre de la confianza total del alcalde. Y si él dice que esperes, tú esperas. Si el alcalde dice que le esperes, se espera. No hay más… Además, dudo que los de la puerta te dejen marchar así como así.
Me quedé plantado en el taburete amarillo minimalista. Levanté la espuma de la cerveza con ayuda de una servilleta de papel. Me vi reflejado en el espejo que decoraba la trasera del mostrador y no me gustó nada lo que veía. Y fue entonces, sin aviso previo, cuando el animal de la cobra tatuada en el pecho abandonó el taco sobre la mesa de billar y se llevó el móvil a la oreja: dijo algo y se vino hacia mí y me dijo:
—Bueno, todo llega. El jefe quiere hablarte. Ahora.
—¿Ahora? —pregunté.
—Justo ahora… Antes le fue imposible. Pilla la birra y sígueme. Te podías haber puesto otra camiseta.
Me levanté del taburete. El aliento seguía apestándole a hamburguesas atrasadas. Me acompañó hasta un reservado donde estaba el Boss de Marbella: el alcalde inconmensurable: el alcalde que partía la pana en todas las televisiones de España, sobre todo en verano. Noté que todos apartaban sus botas moteras para que pudiéramos llegar hasta donde estaba el Jefe, que así era como se referían todos a un tipo que se movía como nadie entre los juzgados, las saunas y el talego. Imponía, la verdad es que imponía: más miedo que respeto eso me daba: su sola presencia ya te hacía notar lo pequeño que eres en comparación con aquel toro inmenso y sudoroso y hablador como solo pueden serlo los que a nada ni a nadie tienen que temer. Y de qué manera imponía: su panza explicaba que el garito se llamase La Moto de Buda: el alcalde todo, de la coronilla a los talones, destilaba poder pese a estar despechugado, sudoroso, repantigado en una especie de diván que ocupaba lo que dos sillones: ya digo: tan sudoroso como un minero en los buenos tiempos de Linares: arrellanado en toda su majestad inmensa, de su cuello colgaba un Cristo de Dalí que debía pesar doscientos gramos. Si no más.
—Yo le conozco —dije.
—También yo a ti: es lo bueno que tiene Marbella, que nos conocemos todos. Bonita camiseta… Tú eres el bendito que vende melones en la carretera de Ronda desde que te diera licencia don Jesús. Yo entonces estaba aprendiendo el oficio. ¿Y cómo te va? ¿Vendes mucho?
—No está mal. Voy tirando —dije, mientras me acomodaba en una especie de puf, que era el único asiento libre, y añadí: —Aunque se echan muchas horas, no crea. En el verano de sol a sol, a veces más…
—Me alegro. Como ya hemos hablado de tu negocio, seré breve y voy directo al grano, porque mira tú por dónde me vas a hacer un favor.
—Si está en mi mano —dije, un tanto mosca, la verdad.
—Bien, melones, bien, así me gusta, disposición positiva —dijo; y mientras bebía por una pajita de un combinado de color azul, agregó: —Un favor que yo sabré agradecerte, no vayas a creer… De mí te dirán esto y aquello, pero si algo tengo es que cumplo lo que prometo.
Ante mi cara de asombro, el alcalde acarició el Cristo de Dalí como si quisiera sacarle brillo, se lo llevó a los labios y con una media sonrisa que lo decía todo añadió:
—No te preocupes… Por este santo crucifijo te garantizo que no te voy a pedir nada por lo que puedas acabar en el trullo. Un capricho, eso es todo. Tú confía en mí: confía en el alcalde. Déjate llevar.
Se echó hacia adelante para coger otro puñado de cacahuetes y le dijo al de la cobra en el pecho que se largara a por unas birras y que le prepararan otro cóctel: «Con menos Licor 43 y más vodka… Que lo apunten todo en la cuenta oficial», dijo, y no sé por qué pero se me vino a la cabeza una barra de hielo. Después se echó un puñado de cacahuetes salados a la boca y siguió conmigo:
—Vamos al tema, que ya mismo amanece, y lo que es a mí, a las ocho me esperan en el ayuntamiento. Tú tienes un primo concejal en Ronda, ¿es así? —Yo asentí con la cabeza: un poco más y doy con la frente en la mesa—. Y tu primo es el que controla las entradas de protocolo de la Goyesca. ¿Estoy bien informado o acaso me equivoco?
—Así es. Mi primo Lucas… Le dio por la política. No entiendo qué tiene que ver —susurré.
—Pues es muy fácil, chico. Ya te digo que aquí nos conocemos todos. Mañana no hay melones. Mañana, que ya es hoy, te subes a Ronda y le sacas a tu primo dos entradas de sombra para la Goyesca. Y en paz. Dos de sombra eso es todo cuanto te pido. Tampoco es tanto. Piensa en los años que llevas con los melones en la carretera por la cara…
Llegó el Urtain de la cobra con las birras, seguido de una camarera que traía el trago azul celeste del alcalde: ahora se confundía el olor a hamburguesas atrasadas con el fresco perfume de la chica. Cogí la que tenía más espuma: siempre me gustó la cerveza con mucha espuma: di un trago y le advertí de que lo que me estaba pidiendo más que difícil iba a resultar imposible.
—Lo sé. Por eso mismo hasta que no tenga las entradas encima de mi mesa… Lo siento, amigo, pero hasta entonces tu chiringo de melones queda clausurado. Don Jesús te lo dio y yo te lo quito, así funcionan estas cosas. Mañana mismo van los de Sanidad Municipal para una inspección de rutina. Ya sabrás que aquí todo ha cambiado mucho… El Muñoz y don Jesús tenían otro estilo, pero cada uno es como es y yo voy directo al grano.
—Es que no comprende usted que… —traté de decir sin que me permitiera acabar mis argumentos.
—Como alcalde de Marbella —dijo— te estoy pidiendo unas entradillas de sombra: nada del otro mundo: para la Goyesca. Y ya ves que te las pido con educación y con varios meses de antelación. ¿Ok? O las entradas de sombra o se te jodió el chollo de los melones, ¿ok?
No sabía qué decir. Dos ok seguidos eran algo más que un aviso. Desde que don Jesús Gil y el bueno de don Jaime de Mora y Aragón nos dejaron nada había vuelto a ser lo mismo en Marbella. Antes Roca o la Rubia tiraban de móvil y en cuestión de veinte minutos, no más, tenían no dos sino doce entradas para la Goyesca. Incluso años hubo que las pagaron de su bolsillo. Otros tiempos. Desde que no corren cabras por los pegujales que ahora convirtieron en putos campos de golf por los aledaños de la fuente del Espanto, Marbella y Benahavís perdieron glamur. Ahora cualquiera es alcalde o alcaldesa: acabada la picaresca, triunfó la política. Así que todo vuelve a tener cierto tufo a playa de los sesenta. La normalidad más cutre se apoderó del ayuntamiento, ya me entiendes: se acabaron los salones con jirafas disecadas y los plenos en yacusi a las dos de la madrugada: Marbella ya no es ni sombra de lo que fue ni volverá a serlo. Se hacen de menos aquellos telediarios grabados a las puertas Alhaurín y por ahí… Pero cómo corría el dinero, chaval, ¡cómo pasaban los binladens de mano en mano! Todo el mundo tenía cara de egipcio y cerraba los ojos. Qué se le va a hacer.
Así las cosas, apuré la birra sin levantar la vista de la velita que había en la mitad de la mesa. Para mí todo había quedado meridianamente claro: si el alcalde de Marbella me enviaba un comando de Sanidad y no me dejaba vender melones durante los mejores meses del año, yo no podría pasarle la pensión a mi ex: y si no le pasaba la pensión a mi ex, el novio animal de mi ex, que es abogado y tiene un tío juez, pues me iba a joder de lo lindo. Ten primos para esto, eso pensé. Un callejón sin salida, en eso andaba. Por cierto, volví a fijarme en la mesa y sí, no cabía duda, justo debajo de la vela había una oca y un poco más a la derecha asomaba la caja de un Monopoly. La Moto de Buda estaba perdiendo mucho de su look a lo AC/DC. Una pena.
—¿Tanto le gustan a usted los toros? —pregunté.
El alcalde me miró como yo miraba a los marroquíes que me ayudan en el puesto antes de que comenzaran a caerme bien: me sentí más lombriz que hombre. Centró el Cristo de Dalí en su pechera sudorosa tirando de la cadena y dijo:
—En eso me parezco a don Jesús. Ni me gustan los cuernos ni me gustan los toros. Pero sucede que a la tía abuela de Will Tates y a un maromo ruso con el que se pasea por Puerto Banús: sin pagar un chavo, dicho sea de paso: les ha entrado la cosa de Hemingway y Orson Welles y me tienen frito con que les consiga unas entradas para la Goyesca de este año. O sea, melones, chico, que ya sabes, y si no te lo repito: necesito dos de sombra, tú me entiendes: no es cosa de contrariar a la tía abuela de Will Tates ni a su ruso.
—Alcalde, usted pídame lo que sea, pero entradas de sombra es demasiado… Yo de política sé un carajo, por no decir que nada, pero usted no sabe cómo funciona esto de Ronda y la Goyesca.
—Lo sé, lo sé… Removí Roma con Santiago y tiré de agenda vip antes de llegar a ti, como te habrás podido imaginar, pero no hay modo de conseguir ni una puñetera entrada de sombra… Mil trescientos euros por cada una llegué a ofrecer en la reventa, pero ni así… Ya nadie quiere saber nada de mí. Ni Fran, ni Cayetano ni el marqués se me ponen al teléfono… Así que aquí me tienes, a las cuatro y media de la madrugada, casi las cinco ya, con unos ardores de muerte y hablando con un puto vendedor de melones: llorando unas entradas de sombra para la tía abuela del amo de Macrosaift y el puto ruso que se pasea por lo mejor de Puerto Banús dejando un pufo en cada tienda. Ya ves: problemas tenemos todos. Tú mismo, pues. O entradas o melones. Y que no vuelva a verte con el letrero de Camy, que pareces un extra de una del Torrente.
Recuerdo que cuando cruzaba el local en dirección a la salida de las cortinas de terciopelo rojo, todo había cambiado: en no más de tres minutos el tugurio se había convertido en un karaoke de gran nivel. Habían descolgado una pantalla, que debía estar oculta en el falso techo, y habían repartido micrófonos inalámbricos por parejas. Los alemanes se marcaban un Lili Marleen estirando el estribillo hasta detener los ventiladores. Édith Piaf cantaba La vie en rose mientras agitaba los hielos en su vaso de Pernod. Casi sin agua.
En fin, me dije, mañana será otro día. «La Frace est Morte!» me había dicho la petite francesa a modo de despedida. El alcalde se disponía a abandonar el local por la puerta trasera, donde le esperaba un buga oficial. Se notaba que no era la primera vez que la utilizaba. Hizo un gesto como de escribir en el aire: en dirección a la caja registradora: y la camarera del imperdible en la oreja le correspondió con una especie de mueca que lo estaba diciendo todo: sí, sí, sin problema, a ver cuánto volvemos a tenerle por aquí, señor alcalde, un grande, eso es usted, cuente con mi voto… Pensé en la barra de hielo donde el tabernero del chiste anotaba las consumiciones de la clientela. ¿Cuánto tiempo hacía que no cruzaba palabra con mi primo el concejal? ¿Tres años? ¿Desde el entierro de la abuela Lali? Puede ser. Había llegado el momento de retomar el contacto.
Abandoné La Moto de Buda. Caminé hasta la pensión pensando en qué coño hacía una oca en un tugurio como aquel. Las dos horas escasas que conseguí dormir me las pasé soñando con el abogado de mi ex.