…un hombre que vestía chilaba de andar por casa como otros visten coraza de ganchillo, que fumaba en pipa para conversar con las nubes, y que lucía una barba marinera que no ocultaba el rostro sino que lo anunciaba tal cual era, como si dijera: “Aquí viene alguien dispuesto a cruzar todos los océanos de una cultura, que no por popular es menos auténtica”. Se llamaba Manuel Casillas Jiménez —maldito pretérito—, pero en realidad se llamaba esfuerzo, se llamaba convicción, se llamaba resistencia radical: hombre de entendederas largas que nunca hundió la testuz ante el mandamás de turno.
Fue concejal de Cultura en los días no tan remotos del alcalde Julián de Zulueta, cuando todavía la política rondeña se permitía gestos nobles y de altura. Pero más allá del cargo, fue presidente del Colectivo Cultural Giner de los Ríos —trinchera: milimétrico caos de libros, placas, exposiciones, debates, carteles y ediciones muy logradas— y fue, sobre todo, una fuerza de la naturaleza empeñada en que Ronda dejara de mirar al pasado para empezar a caminar hacia un futuro de mieles y poemas que lo mismo iban de Rossetti a san Juan, pasando por el más que ninguneado Espinel o las conferencias de la familia Lorca poniendo voz a Federico, aquí, en Ronda, como lo oye.
Decía, a poco que se le preguntase, que una ciudad sin cultura no era una ciudad, sino una tapia de cementerio. Y él pasó su vida haciendo grietas en esa pared que tantas veces se le mostró sorda, muda y ciega. No sabía rendirse ni claudicar ante el poder iba con él.
Manuel te recibía en chilaba, sí, como si acabara de regresar de algún foro de Alejandría. Y en verano, gustaba de vestir guayabera, cuando aún no las vendía Zara ni las entendían el resto de concejales: la guayabera le daba así como un aire cubano que traía a la mente El viejo y el mar y los versos de Martí. Había en él un aire diplomático sin ministerio, una solemnidad sin afectación, una coherencia que le costó amigos —que no lo serían tanto, digo yo— y le regaló soledades, que resultaron más que fecundas.
Con esa pipa humeante que parecía escribir signos de interrogación en el aire, con esa barba que olía a puerto y a biblioteca, con ese hablar lento, pausado, incluso seco —como quien no tiene tiempo para rodeos—, se dedicó a lo más inútil y lo más necesario: la cultura. No la cultura rentable, menos aún decorativa. Lo suyo, lo de don Manuel Casillas era la cultura que remueve, que incomoda, que exige, y siempre sin perder de vista la sencillez del pueblo.
Lo dio todo. Su tiempo, su dinero, la salud y el descanso. ¿Y qué recibió? A veces, el aplauso tibio. A menudo, la indiferencia. Y en más de una ocasión, el olvido calculado de quienes más le debían. Poetas, músicos, pintores, ensayistas, escritores noveles, editores, historiadores… todos los que hicieron los primeros pinitos en el Colectivo y a expensas de Manolo, hoy deberían estar pidiendo un homenaje público en vez de guardar silencio tan apocado como bovino. Un vergonzoso silencio. Sin embargo, el Colectivo de don Manuel siempre contó con el apoyo incondicional de la gente sencilla.
Hay días en una vida que lo resumen todo. Como aquél —lo recordamos bien— en que se iba a inaugurar el busto de Giner de los Ríos en la plaza de los Descalzos. Estaban convocados el consejero de Educación de la Junta de Andalucía, don Juan Benítez y don José Herrera en representación del Ayuntamiento, el decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Cádiz y el propio Julián de Zulueta, además de amigos y colaboradores del Colectivo como J. A. Díaz de López Díaz. Un acto solemne, una cima simbólica: por fin Ronda iba a tener un busto en memoria de nuestro pedagogo más ilustre. Pero a escasas horas del evento, el busto no se podía instalar porque… no se había pagado.
Fue Manuel quien gestionó todo, quien apretó llamadas, quien —sin perder la calma pero mascando fuego— consiguió que se hiciera el pago minutos antes de que sonaran los discursos. Fue un momento «de los suyos»: salvar la cultura in extremis con un milagro administrativo a última hora, sin esperar luego foto ni mención. Lo importante era que Giner tuviera «su» sitio, y lo tuvo. El consejero firmó un cheque a vuelapluma, el artista cobró lo suyo y el busto quedó expuesto al público.
Y no podemos olvidar que los bonos populares de apoyo económico al busto fueron diseñados, sin cobrar nada, por Salvador Bozas, buen amigo y colaborador del Colectivo. Nadie cobraba nada. Tiempos aquellos en que se trabajaba por la cultura y el amor al arte, nunca mejor dicho…
O aquella vez en que se inauguraba una exposición masónica con objetos tan originales como preciosos, y se abría al público, por primera vez en España, un templo masónico —una joya simbólica recuperada tras decenios de clausura y prejuicios—. Llegó el día de la apertura y faltaban sillas acordes con la dignidad del acto. No era cosa de llenar aquel espacio tan solemne de las caballerizas del Palacio de Mondragón con plásticos de urgencia. Manuel Casillas llamó a Gonzalo Huesa, unas palabras amables y el responsable eclesiástico de Santa María accedió a prestar las sillas del Cabildo —esas sillas antiguas, pesadas, tapizadas en terciopelo rojo, más trono que asiento— con una sola condición: había que transportarlas a mano desde la iglesia hasta Mondragón. Y allá fuimos Manuel y quien esto escribe, sudando cultura, arrastrando historia calle arriba y abajo, por entre turistas incrédulos y vecinos que no entendían nada. Cargar cultura: mendigar por la cultura: alcanzar el objetivo. Creo que pocas exposiciones han tenido en Ronda la repercusión que tuvo la apertura al público de un templo masónico de la Gran Logia Simbólica España, con asistencia de personalidades procedentes de todo el mundo.
Sigamos. En Ronda hay poetas, narradores y ensayistas que publicaron su primer texto, cuando nadie les daba cancha, gracias a Manuel Casillas. A todos dio espacio, papel y lectores con una generosidad sin límites. Algunos aún lo recuerdan. Otros —los más ingratos, invisibles ya— lo olvidaron pronto, lo borraron de sus biografías, lo sustituyeron en los agradecimientos por mecenas más convenientes, menos molestos o de más relumbrón. Así somos. Don Manuel no era fácil, pero era justo. Y a veces la justicia incomoda tanto como la verdad. Y la verdad es que fueron muchos, más que muchos los que se aprovecharon del Colectivo para publicar sus escritillos y poemas, y olvidarlo después: allá ellos, ellas y sus conciencias. Las poetas de verdad nunca estuvieron lejos.
Hoy, cuando algunos escriben notas de duelo, sería buen momento para recordar quién estuvo allí cuando no había focos. Quién pagó de su bolsillo imprentas, conferencias, traducciones. Quién puso su nombre por delante cuando el de otros aún no valía nada. Y también quién desapareció cuando él necesitaba respaldo. La cultura no solo se mide por lo que se dice: también por lo que se olvida.
Porque Manuel Casillas no era un “personaje local”: era un visionario pequeño, de esos que no tienen página en Wikipedia pero transforman pueblos.
Conviene dejar constancia —aunque sea en letra menudita y no en mármol— de que el Colectivo que él mismo fundó e impulsó fue mucho más que una agrupación cultural. Fue —y sigue siendo— un pequeño Ministerio de cultura libre, sin sueldo ni exquisiteces, donde cabían lo académico y lo popular, lo elegante y lo urgente. Y eso, en tiempos de presupuestos cicateros y modas triviales, fue una rareza que sólo se sostuvo con pasión indiscutible.
Ahí están, por ejemplo, los Cuadernos de Poesía Rondeña, publicados regularmente desde 1997: breves, intensos, cuidados, un altar portátil para voces viejas y nuevas. O las ediciones especiales, como los Cuadernos de Estudios Rondeños, que rescatan con rigor y emoción capítulos de la historia local que nadie parecía querer leer… hasta que Manolo los ponía en sus manos.
No olvidemos tampoco la organización de los Encuentros de Poetas Iberoamericanos, en colaboración con universidades de Hispanoamérica, ni el Proyecto Espinel, que llevó la décima y su padre literario hasta Argentina, Uruguay, Cuba, Colombia o México. Porque sí: Manuel Casillas entendía que Espinel no era solo un nombre en una calle, sino un pasaporte poético.
Ronda no ha sido ni justa ni generosa con su legado. El ayuntamiento no ha tenido ni el menor detalle hacia quien tanto hizo por la cultura y el nombre de Ronda. No hay una beca cultural con su nombre. Ni siquiera una sala permanente que resuma sus esfuerzos. Y sin embargo, muchas de las actividades que hoy se celebran, los espacios que hoy se presumen, las figuras que hoy se honran, existen porque Manuel creyó en ellas cuando nadie más lo hacía.
Hubo una vez en Ronda, en tiempos de dignidades y democracias plenas, un hombre que pareció venir de otro siglo y de otro mundo, pero que vivió —plenamente— en este. Luchó contra la amnesia colectiva, contra la mediocridad organizada, contra el soniquete de “esto no interesa a nadie” y el cainita “cosas de cuatro gatos”.
Y ganó. Al final venció frente a todo y a todos. Aunque su victoria no tenga nombre en los papeles oficiales, aunque no reciba hoy el homenaje que merece, la huella de Manuel Casillas y su Colectivo Cultural Giner de los Ríos están en cada rincón donde la cultura resiste.
Que la tierra —y la ciudad que tanto amó— le sean por fin ligeras. Y que quienes le deben más de lo que admiten, al menos, callen con respeto. Cuadernos rondeños, exposiciones, trabajos de investigación, conferencias, tertulias de poesía como no han vuelto a verse —El Cinco a las 5—, homenajes a Fernando de los Ríos, a Giner, a Espinel… Pasear el nombre de Ronda y de la Institución Libre de Enseñanza. Todo eso hace de don Manuel Casillas un ciudadano ejemplar que nunca renunció a la coherencia ni a un ideario político insobornable. Treinta años trabajando juntos, en la sombra más anónima, y nunca, digo bien, nunca ni una discusión. Eso sí, irritaciones muchas.
¿Quién mantiene hoy todo eso vivo? ¿Quién lo reconoce? ¿Quién pide continuidad institucional a esa herencia? Pocos. Pero los que lo hacemos, sabemos que no se trata de nostalgia: se trata de justicia.
Manuel Casillas no vino a hacerse querer. Vino a hacerse necesario.