jueves, 13 febrero 2025
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IKEA REVOLUTION

Mientras el mundo estaba a punto de irse al garete, ustedes andaban peritando el sexo de las gambas, ajenos al cierre generalizado de tiendas IKEA. En este planeta siempre convulso y dividido por conflictos internacionales en verdad pueriles, aunque no por ello menos dramáticos y sanguinarios: reo de los tiranos más abyectos: condicionado por debates que nunca llegan a nada: algo inesperado ha logrado unirnos por fin a todos, o casi: y no fue ese algo otra cosa que la toma de conciencia ante el riesgo de un cierre permanente de centros IKEA a escala mundial. Esa hecatombe: la definitiva desaparición de los IKEA y todo lo que suponen en la salud mental de la humanidad: ha marcado un antes y un después en la historia reciente de todos nosotros.

Gaza, Ucrania, Siria, Taiwán, los mapuches, la supervivencia del topillo argelino, las penurias que sufre en el exilio nuestro buen Rey Juan Carlos y las algaradas de los bubis en la isla de Bioko… Nada: todos estos nombres y conflictos, que antes ocupaban los titulares de los diarios y abrían los noticiarios televisivos, hoy son menos que nada y han quedado relegados al pie de página. Hoy el planeta entero, aunque superada ya la crisis, todavía anda revuelto, ligeramente indispuesto aún por la decidida defensa de las tiendas IKEA: oposición frontal del mundo civilizado a cualquier intento de cierre de esos templos de la madera, esos santuarios de tabla comprimida y patente sueca, como si se tratara de una obligación que todos tenemos con las generaciones futuras.

Sucedió que ante un posible cierre total de todos los centros IKEA que se reparten por el mundo, las protestas se fueron abriendo y repitiendo en todos los rincones del planeta, e incluso se contabilizaron miles de hombres y mujeres: verdaderos mártires: que se quemaron a lo bonzo a las puertas de esta o aquella tienda. Así estuvieron las cosas mientras usted discutía con el cuñado si las uvas se toman con o sin pellejo.

Y es que los amos del dinero: la mano oscura que mueve el mundo: esta vez nos han tocado donde más nos duele. Porque, seamos honestos, ¿quién no ha sentido un placer cuasi místico al montar con éxito una estantería Billy o al saborear una albóndiga sueca rodeado de miles de semejantes tan tiesos y hambrientos como nosotros mismos? ¿Quién no se ha muerto de placer al saberse embebido por el olor a cartón reciclado y el aroma a tundra artificial de las plantas de pega de los centros IKEA?

A ver, que levante la mano el que no haya levitado de gusto al verse muy capaz de instalar el tendedero Boaxel a la primera… De eso estamos tratando, y es eso lo que protegemos al defender la ideología que subyace en las cuatro letras de IKEA. Nadie se equivoque. Porque de algo muy parecido al éxtasis estamos hablando. De ahí la salvaje pero más que comprensible reacción universal ante la amenaza de que se acabaran cerrando cientos y cientos de tiendas IKEA a lo largo y ancho del mundo. La pregunta es: ¿Puede el planeta vivir sin IKEA? Y también: ¿Podemos prescindir de los paseos en mañanas de sábado por los intestinos de estas tiendas de amarillo y azul, tan inconfundibles y superiores a poco que se comparen con el verde anodino del Leroy? Sólo pensar en lo que sería un primer sábado de mes sin IKEA es condenarse a una depresión más que segura.

La noticia de un probable cierre total de tiendas IKEA, tal como era de esperar, desató un cataclismo sociológico desde el Kurdistán a la isla de Togo. Las manifestaciones no tardaron en sucederse por todas las naciones del mundo. Incontables hileras de ikeístas indignados se fueron extendiendo a lo lago de cientos y cientos de kilómetros, hasta el punto en que ya nadie pudo prever cómo acabaría esta revolución a la sueca, tan silenciosa y educada como terca.

En un giro inesperado: férrea defensa de una empresa que promueve la acreditada calma escandinava: los empleados de IKEA —y sus familias—, ataviados con sus icónicas camisetas amarillas, cambiaron las llaves Allen por pancartas incendiarias. Diez días sumaron en huelga de hambre, dormitando bajo los paneles fotovoltaicos de los aparcamientos mientras usted y yo, ajenos a una revolución que desquiciaba el mundo, encendíamos las luces del arbolito de Navidad. Pero todo se debe decir… Y lo cierto es que esa adorable serenidad sueca fue dando paso a una insurrección tan radical, tan masiva como nadie esperaba.

Anteayer mismo todavía podíamos ver a millones de manifestantes abriendo los telediarios y las portadas del Times y el Post. Como si de una serie de zombis se tratara, las camisetas amarillas y los toritos de almacén desbordaban autopistas y avenidas, desde California hasta el paso de Despeñaperros, confundidos con miles de mesas Lack a medio montar, y sillas Poäng desarmadas, y un mar de manuales de montaje ondeando al viento como si fueran banderas o gallardetes medievales.

Desde el COVID no se veía nada igual. Es como si el mundo entero hubiese acordado un carnaval revolucionario en auxilio de las albóndigas, las arandelas de retén y los tornillos sobrantes que tanto y tan bien caracterizan el espíritu IKEA. Añadamos que hasta ahora nadie, ni militar ni político, ha dado razones o causas que expliquen una hecatombe de la magnitud que supondría el cierre generalizado de este icono universal del más sano de los consumismos.

Yo mismo fui testigo de un momento digno de la Historia, con mayúscula. Fue en Berlín. Día 27 de diciembre. Frente a la majestuosa Puerta de Brandeburgo, un manifestante megáfono en mano exclamaba:

—¡No somos solo trabajadores, somos constructores de futuros! Cada tornillo que ajustamos es un acto de resistencia. ¡Nunca renunciaremos a las éticas que hay en cada tabla de la estantería Billy!

Y tras él, una marea amarilla de no menos de dos millones de seres humanos coreaba:

—¡Billy, Billy, Billy!

En medio de esta insólita revolución, el mundo se sorprendió al descubrir en Nicolás Maduro al líder inesperado de esta insurrección global. Quién nos lo iba a decir, pero escrito está en los cielos si Adonai así lo quiere… Desde el Palacio de Miraflores, decorado con lámparas Regolit y alfombras Lohals, Maduro se dirigió al Pueblo, a los pueblos no solo de Venezuela, sino de toda la humanidad:

—Compatriotas —vociferó, emocionado—, esta vez no fue el pío-pío del pajarito del Comandante Chávez, porque esto, esta lucha por las llaves Allen y los tableros de aglomerado no es solo una trifulca por muebles baratos y funcionales. Es una batalla por la igualdad soberana, por el derecho a montar una cama Brimnes en la intimidad del hogar sin que te moleste un gringo golillero. Una revolución sin necesidad de usar dinamita ni martillo. IKEA es bolivariana, carajo. ¡No, no dejaremos que nos jodan el secreto de nuestras albóndigas ni que se cuestionen los dogmas infalibles del manual de montaje!

La chaqueta de Maduro, serigrafiada con estampados del catálogo IKEA de 2005, se convirtió rápidamente en un símbolo de resistencia que no tardó en hacer suyo el movimiento ikeísta universal. Las multitudes lo vitoreaban: ¡Madu… Madu… Maduuu… Maduro!: mientras él, en su peculiar estilo, comparaba los ideales de Ingvar Kamprad: ya sabes: el fundador de la religión IKEA: con los textos más conocidos del comunismo.

—Karl Marx lo dijo, compañeros —y continuó—: «De cada cual según su capacidad; a cada cual según sus necesidades.» ¿Y qué nos enseña IKEA, pues? Que si sigues el manual, puedes construir algo hermoso: útil o no dependerá de ti. ¡Eso es la libertad chavista, carajo, y no los malos humos que se gastan las freidoras del McDonald!

La situación escaló al punto de requerir una cumbre global en Groenlandia: ¿dónde si no? Los grandes nombres de la política internacional —Vladimir Putin, Donald Trump y el propio Nicolás Maduro (acompañado de un tal Monedero desatado en defensa de los IKEA y, sobre todo, de las almohadas BRÄNNBOLL)— se reunieron bajo una cúpula de vidrio diseñada a pulso por Elon Musk. El magnate, que nunca pierde una oportunidad para hacerse notar, aprovechó para lanzar una arenga revolucionaria:

—IKEA es mucho más que sus muebles —declaró, ajustándose las gafas futuristas—. IKEA es inmortal. Hasta podemos llevarla al espacio gracias a la «planicidad» de sus embalajes. ¡Donald, Donald, he tenido un sueño: el futuro es modular y plano! Como la Tierra, también IKEA es plana, tan plana, o más, que las cajas donde transporta sus muebles hasta el último rincón del planeta…

—Eing? —eso fue todo cuanto dijo Trump mientras se rascaba la Santa Oreja.

Al tiempo que Putin, siempre solemne, replicaba:

—Elon, que la Tierra es plana nadie lo niega. Pero no es esa la prioridad. Los hijos de la madre Rusia no concebimos un futuro sin lámparas ZEBRASÄV, porque esos detalles: capaces de inspirar a nuestros poetas en el gulag: lo son todo y amparan los valores más tradicionales: familia unida en torno a la llave Allen, la funcionalidad sin fronteras, la paz de las velas JÄMLIK y su aroma a vainilla, el orden y… los secretos bien almacenados. Rusia antes renunciará a Ucrania a que se cuestione la filosofía del universo IKEA. Nunca renunciaremos al zapatero Hemnes o a la cocina KNOXHULT, cuyo nombre ya lo dice todo. Y lo sabes… La madre Rusia no aceptará que se cierre ni una sola tienda IKEA. Ni-u-na.

Y Trump, por supuesto, intervino a su manera:

—Eing, eing… Vladi, tron, por fin coincidimos… ¡Tremendos muebles! IKEA es the american dream: do it yourself: Ikea es tan nuestra desde hoy como John Wayne, Caterpillar o Apple. De hecho, estamos pensando en cerrar el Capitolio y convertirlo en el centro IKEA más grande del mundo. ¿Qué te parece, boy? Albóndigas gratis para todos y edredones RODGERSIA para todos los canadienses. Entender el mundo no era tan complicado: sólo se trataba de montar juntos un canapé Neiden o una silla Tossberg…

Finalmente, el planeta respiró aliviado cuando los líderes firmaron el Acuerdo de Groenlandia, por el cual se comprometían al paso libre y gratuito de todo mueble con patente IKEA por el Canal de Panamá, la producción masiva de albóndigas y la promesa de Musk de enviar módulos IKEA a la Luna. Mientras esto ocurría en Groenlandia: ¿dónde si no?: en las calles de todas las ciudades del mundo, las Brigadas de Taladros FIXA se organizaban en células juveniles verdaderamente audaces. Su lema: «Montaremos la resistencia, pieza a pieza» se hizo consigna universal en cuestión de horas.

Hasta donde se sabe fue en Milán donde los brigadistas repelieron el primer ataque de competidores como Maisons du Monde y JYSK, lanzando tablas Lack y tornillos sobrantes a los infiltrados que intentaban rediseñar los muebles, al tiempo que la ONU declaraba: «Las estanterías Billy, las albóndigas y la estabilidad del precio del codillo al horno son derechos inalienables de la humanidad».

En Bruselas, un activista lo resumía con poética precisión:

—Montar un mueble IKEA es un viaje espiritual. Un Nirvana sin Ganges… Aunque te sobren piezas, el esfuerzo siempre vale la pena. Como escribiera un poeta español llamado Machado: Caminante no hay camino…

Y entonces, como si de una aparición divina se tratara, el Papa Francisco rompió el silencio y tomó partido. Todo el mundo esperaba la reacción del Vaticano ante el conflicto de los IKEA. En la Plaza de San Pedro, ante fieles de toda nación y creencia, que ondeaban manuales de montaje como si fueran rosarios: dicho sea con el mayor de los respetos: el Pontífice declaró:

—Hermanos míos y hermanas todas, aunque el peligro ya ha pasado, lo cierto es que el cierre de tiendas IKEA ha venido a enseñarnos que lo simple es sagrado. Que en un mundo dividido, la sencillez es lo único auténtico. Que una albóndiga caliente es un milagro cotidiano que nadie reconoce hasta que siente que puede perderla. Y que nada hay tan gratificante como ver a los pobres de espíritu: bienaventurados ellos: pasilleando un sábado por cualquier centro IKEA. Las tiendas de los Hombres de Amarillo: las nuevas catedrales… Mantienen abiertas sus puertas.

El Papa no se limitó a las palabras. Organizaron una serie de comidas a cual de ellas más concurrida en la plaza de San Pedro y el Vaticano ordenó el repique de campanas en apoyo al movimiento ikeísta. En la comida se dispensaron albóndigas, filetes de salmón al eneldo con guarnición de col y generosas raciones de codillo al horno, mucho codillo al horno. Las imágenes del Pontífice sirviendo a los más desvalidos con un cucharón FRÖJDA dieron la vuelta al mundo. En un gesto inédito, la Guardia Suiza cambió sus alabardas por llaves Allen y marchó al grito de: ¡Todo sea por el codillo y la estantería Billy!

Y así llegamos al día de hoy, cuando el mundo entero ha encontrado un propósito común que defender en los pasillos de IKEA. Nicolás Maduro, con un armario Pax recién montado a sus espaldas, declaró:

—Si podemos ajustar este armario, carajo, si podemos montar un sofá cama Clic-clac GUILLAUME de tres plazas sin que sobre ni un tornillo es que también podemos construir un futuro juntos. ¡Viva IKEA, viva la humanidad! ¡Carajo! Edmundo, guey, ayúdeme usted a llenar Venezuela de sillas Lack y déjese de la pendejada de ser o no presidente.

El mundo dio el peligro por pasado sólo cuando tuvo certeza de que las tiendas IKEA seguían abiertas. Y es que, al final, mientras tengamos albóndigas, las sartenes 365+ y una llave Allen a mano, nos quedará la esperanza de que los siete millones de venezolanos expatriados vuelvan a casa, que Gaza deje de ser el moridero que es, que Ronda disfrute de una autovía que la ponga en media hora a las puertas del IKEA, y que hasta Zelenski y el pillo de Putin firmen la paz en un escritorio modelo Trotten.

JYSK, Maisons du Monde, Temu y Aliexpress, después de reconocer la superioridad moral y la victoria momentánea de IKEA, se han rendido sin condiciones. Los sábados del mundo vuelven a ser los sábados de siempre. Nada como hacer cola en el restaurante IKEA mientras te sirven codillo con coles y puré o salmón al eneldo para comprender que Dante no imaginó sino que se limitó a reflejar el Purgatorio tal cual es con un adelanto de setecientos años.

¡Larga vida al movimiento ikeísta, carajo! Pero cuidado, que el calvo de Amazon anda callado…

—Eing… —dijo Donald a modo de remate.

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