Podría afirmarse, desde una perspectiva institucional y sin necesidad de elevar el tono ni de recurrir a dramatismos innecesarios, que la resistencia en política deja de ser una virtud cuando se transforma en un objetivo en sí misma: porque gobernar no equivale a prolongar indefinidamente una situación de poder, sino a ejercerlo conforme a criterios de límite, responsabilidad y deber público: y en este punto resulta pertinente recordar, casi como advertencia filosófica más que como reproche político, el viejo principio formulado por Guillermo de Ockham, según el cual, ante dos explicaciones posibles, suele ser preferible la más sencilla.
La explicación más sencilla de lo que hoy ocurre en España no remite a conspiraciones infinitas, ni a tramas ocultas de complejidad inabarcable, ni a enemigos en la sombra que justificarían cualquier desgaste institucional con tal de derribar al Gobierno: la explicación más sencilla es, precisamente, la del agotamiento: el agotamiento del crédito político, el agotamiento del clima público, el agotamiento de una convivencia democrática que no puede sostenerse indefinidamente en la tensión, en el regreso a la lucha de trincheras, en la sospecha permanente o en la excepcionalidad convertida en norma.
Cuando un país se despierta casi a diario con noticias relacionadas con registros judiciales, con investigaciones policiales y entradas y salidas del calabozo, con insultos cruzados, con declaraciones que exigen ser rectificadas al día siguiente, con el «y tú más» como único argumento, con explicaciones cada vez más complejas para justificar decisiones cada vez más difíciles de explicar, quizá el problema no sea la incomprensión ciudadana: quizá el problema sea: sencillamente: que se ha traspasado un umbral razonable de desgaste institucional: y en ese punto comienza a resultar significativo que uno de los razonamientos recurrentes para no devolver la palabra a los ciudadanos sea el temor a que el debate público quede colonizado por la llamada fachosfera o que una eventual victoria de la derecha deslegitime de antemano el proceso: un razonamiento que no refuerza la democracia, sino que la debilita, porque asumir que el posible resultado invalida el procedimiento equivale a negar el fundamento mismo del sistema, que es el contraste periódico, pacífico y libre de ideas.
Convocar elecciones no es una rendición ni una huida: es, en una democracia madura, un acto de normalidad y de confianza en el pueblo: es reconocer que el poder no pertenece a quien lo ejerce, sino a quien lo delega en las urnas: y es aceptar que el relevo, incluso cuando resulta incómodo, forma parte de la higiene básica de cualquier sistema democrático que aspire a perdurar sin deterioro.
Es cierto que las decisiones políticas tienen siempre consecuencias personales: que hay trayectorias que se interrumpen, agendas que se reordenan, planes que deben revisarse: pero eso no es una anomalía del sistema, sino su condición humana más elemental: hoy se está y mañana no: todos y cada uno de nosotros, cada día, en ámbitos mucho menos visibles que los de los políticos, nos vemos obligados a rehacer y reorientar nuestras vidas: nadie está exento de esa lógica común que rige lo privado y debería regir también lo público. Saber irse antes de que te echen es un signo de buena educación… y además, la puerta queda abierta para un eventual regreso.
Por eso, más allá de siglas, de bloques ideológicos o de afinidades partidistas, parece razonable apelar a una virtud cada vez más escasa y, sin embargo, imprescindible: la sensatez: acompañada de la madurez que permite distinguir entre resistir y obstinarse, y de la generosidad que consiste en saber dar un paso atrás cuando el contexto lo exige, no por debilidad, sino por responsabilidad.
Porque mientras la política se enreda en su propia supervivencia, hay cuestiones acuciantes que reclaman atención y consenso: la vivienda inaccesible para generaciones enteras, la precariedad laboral persistente, la calidad del sistema educativo, el deterioro de los servicios públicos, el abandono que sufren los enfermos de ELA y tantas otras enfermedades minoritarias, la incertidumbre económica de las familias a fin de mes, la cohesión territorial y la protección efectiva de las mujeres frente al acoso y la violencia: no como consigna, no como arma arrojadiza, sino como obligación moral y jurídica de un Estado que debe ser refugio y no escenario de disputas partidistas: y, en ese mismo plano de urgencia silenciosa, hay que hablar de las enormes dificultades que afrontan las nuevas generaciones para sobrevivir en el día a día, para sostener un proyecto vital mínimo y emanciparse en un contexto de alquileres imposibles, salarios insuficientes y expectativas sistemáticamente aplazadas: ningún debate serio sobre estos asuntos puede prosperar en un clima de agotamiento institucional permanente como el que se vive ahora.
Llegados a este punto, conviene volver al principio y cerrar el círculo con la navaja de Ockham: si para sostener una situación política se requieren cada día más explicaciones, más excepciones, más justificaciones y más relatos, quizá la solución no sea añadir una nueva capa de complejidad, sino aceptar la evidencia más simple: que el momento ha pasado: que el país necesita respirar: y que la democracia dispone de un mecanismo claro, limpio y legítimo para hacerlo: las elecciones y las urnas.
La historia ofrece ejemplos elocuentes: Winston Churchill ganó una guerra decisiva contra el tirano, salvó a Europa del abismo y, sin embargo, perdió las elecciones inmediatamente después: y lejos de suponer una humillación, aquel resultado confirmó la grandeza del sistema democrático que él mismo había defendido frente al cabo Hitler: porque incluso los vencedores saben someterse al veredicto popular cuando llega el momento.
Ha llegado, por tanto, el instante de convocar elecciones: aunque se pierdan: porque a veces la verdadera victoria política no consiste en resistir un día más, sino en saber irse a tiempo para que sea el pueblo, y solo el pueblo, quien decida el rumbo que desea tomar.