Uno, con los años, aprende a desconfiar: no necesariamente de los políticos ni de los banqueros —eso se da por descontado, como se da por descontado que el agua moja o que el pan sube si se amasa con levadura y paciencia—, sino de aquellos que viven contando los días que faltan para entrar en el nirvana de las clases pasivas: como si estuvieran en la mili. Hablo de los que se organizan no por pasión, sino a modo de huida: de los que no se preguntan qué quieren hacer con su tiempo, sino cuántos trienios más les quedan para liberarse del trabajo, al que desde el minuto uno ya consideraban castigo. No son muchos, pero se hacen notar. Y no lo digo con amargura —que es un lujo que solo se permite quien ya no espera nada—, sino con esa claridad que no viene de leer tratados ni asistir a congresos, sino de haber cambiado muchas veces el almanaque de la cocina.
Hay personas que hojean la agenda como quien se toma la tensión y después organiza el pastillero de la semana: la cuestión, su preocupación primera —única me atrevo a decir— es calcular cuánto les falta para dejar de fichar. Lo que les queda hasta la hora de cobrar la pensión no es esperanza, sino —según ellos— condena, Gólgota, esponja con vinagre, todo en uno. De ahí que algunos marquen con boli rojo no los cumpleaños, ni las citas felices, ni los libros que les faltan por leer, sino el día exacto en que, por fin —según dicen— dejarán de levantarse a golpe de reloj. Y lo peor: he comprobado hasta la saciedad que hay personas que aún no han cumplido los cincuenta y ya están recalculando la vida con fórmulas de jubilación anticipada: con planes de evasión silenciosa y simulacros de libertad comprada a plazos: como si la juventud fuera un obstáculo para el descanso y el entusiasmo de los muchos años un lastre que conviene eliminar cuanto antes.
Lo más desconcertante de acercarse a la edad de la jubilación no es el temor a envejecer —eso, cuando llega de verdad, ya no asusta: se acepta como se acepta el cambio de estaciones, con cierta ternura y un abrigo más grueso—: ni el silencio de la agenda y el móvil que nadie marca: ni siquiera el miedo a la muerte, que con los años se vuelve una especie de tren que sabes que pasará, pero aún no pita. No: lo que verdaderamente me inquieta es ver a tantos prepararse para la jubilación como si el fin de los tiempos estuviese a la vuelta de la esquina: como si la desaparición de las tareas cotidianas fuera el premio. “Con los trienios y el plan de pensssiones —dicen, arrastrando esa ese de triunfo prematuro—, me jubilo con sesssenta justos… y que nadie me llame ni para saludar a la bandera.” Y lo dicen como quien escapa de un naufragio, cuando lo que dejan atrás no es tormenta, sino la única barca en que aprendieron a remar. No siempre, no en todos los casos, pero sí con frecuencia inquietante, jubilarse se presenta como una victoria… cuando a veces es una retirada a deshora: hay quien se va creyendo que ha ganado —libertad, descanso, reconocimiento—, y lo que hace es borrarse sin una sola marca de guerra: sin una herida que justifique el adiós: sin haber defendido nunca nada que no fuera su propio cansancio.
Por eso no me jubilo: no por nostalgia ni por obstinación: no por necesidad ni por miedo a la nada. No me jubilo porque no me da la gana y lo que hago me gusta: porque no sabría hacer otra cosa —y lo que es aún más cierto: no querría hacer otra cosa que lo que hice hasta ahora—. Porque el trabajo, cuando nace del deseo de servir, no agota: nos afirma. Porque la rutina, cuando es elegida, no encadena: marca el ritmo. Y porque el tiempo libre, si uno no tiene con qué llenarlo de verdad, se convierte en tiempo perdido: cuando trabajamos, valoramos cada hora porque la sabemos corta. No me jubilo porque no tengo huecos que llenar, sino plenitudes que continuar: porque jubilarme sería —en mi caso— vaciarme artificialmente para después pasarme el día rellenándome con hobbies que no deseo, paseos que no me apetecen y la contemplación forzada de una calle por la que pasa gente que tampoco me interesa. Y porque, con más de seis décadas y media a las espaldas, uno ya no está para reinventarse con manuales de tiempo libre ni pasatiempos que siempre acaban en la lectura de los más cutres libros de autoayuda: Paulo Coelho y compañía, ya sabes.
Eso sí: hay que decirlo, y decirlo bien: hay quien se jubila con la frente alta y el alma entregada: quienes no huyen de nada, sino que han dado tanto durante tanto tiempo que simplemente merecen parar. Gente que ha vivido para los demás: que ha trabajado con entrega silenciosa: que no ha buscado gloria ni descanso: y que cuando llega su hora de retirarse, lo hace con la humildad de quien ha regado un campo durante años y sabe que ya le pasó la vez. A esos hay que dejarles sitio: sitio y silencio, sitio y respeto, sitio y la mejor sombra del parque. Porque se jubilan no por desánimo, sino por justicia: porque han cumplido con todos los oficios, incluso el de no quejarse. Y esos sí pueden sentarse a ver pasar las nubes o a contar perros en la Alameda: esos sí pueden cerrar el cuaderno.
Pero me rebelo contra esa idea «moderna» que considera que vaciarse de responsabilidades es la nueva plenitud: que uno debe dejar el trabajo como quien deja un vicio, para luego rellenarse de tiempo muerto: de caminatas en bucle: de cursos de cerámica tibetana y de campeonatos de petanca mental. La «modernidad» ha conseguido algo insólito: transformar el ocio en deber, y el trabajo en castigo. Convertir el descanso anticipado en trofeo, y la productividad tranquila en sospechosa. Nos enseñan a odiar lo que nos da sentido como seres humanos y a desear —cuando no envidiar— lo que nos dispersa. Nos dicen que el trabajo es una maldición bíblica, cuando lo cierto es que el trabajo bien hecho es una forma activa de agradecer el día: de poner orden en el mundo y sentido en uno mismo. Trabajar —si se hace con gusto— es mucho más que producir: es estar vivo. Es escribir la historia propia con letra firme.
Y luego, claro, están los que se jubilan con la próstata aún firme y la espalda sin haber conocido el andamio ni la ferralla: esos que se retiran con una salud envidiable porque sus oficios —siendo duros a su modo— no les exigieron nunca el cuerpo entero. No es igual colgar el mono empapado de sudorina que descolgar la americana con olor a alcanfor: aunque ambos lo llamen jubilación, no pesan igual ni juegan en la misma liga. Hay una diferencia que nadie quiere decir pero todos sabemos: que no es lo mismo colgar el casco que cerrar un portátil. Y lo digo con el respeto que se merecen ambos, pero con la conciencia clara de que no todas las fatigas pesan igual en la rabadilla.
Jubilarse tras una vida con la espalda erguida no es lo mismo que hacerlo con los tobillos reventados de subir y bajar a la obra: con los pulmones partidos por el polvo: o las manos deformadas por la tralla del hierro. Por eso tampoco me jubilo: porque no me duele nada que no valga la pena que duela: y porque he vivido siempre trabajando con la cabeza y el corazón —a veces también con el lomo, pero por gusto, no por obligación—. Me da pereza jubilarme, sí: porque me da pereza tener que inventarme ahora una vida alternativa para llenar el tiempo que llevo décadas llenando sin darme cuenta. Porque durante todos estos años fui libre: muy libre. Libre en lo que hacía: libre en cómo lo hacía: libre en el tiempo y en el pensamiento y en el decir. Y cuando uno ha sido libre con el trabajo, difícilmente encuentra libertad en dejar de hacerlo.
Aprende uno con los años a distinguir cosas que antes pasaban desapercibidas: sonidos, gestos, maneras de hablar que no son meras formas, sino señales inequívocas de fondo. Y así un día, entre frases alargadas y cafés en el trabajo, uno empieza a detectar una plaga sibilina: la de las eses alargadas como suspiros de serpiente ilustrada. “¿Vamos al musssseo?”, dicen, y en ese musssseo hay más esnobismo que cultura. Son personas que arrastran las eses como si fueran un fular de Hermès, y creen que pronunciando con cursilería se vuelven más interesantes, como si la lengua pudiera maquillar las miserias del alma. Pero no: hablar como si uno tuviera la boca llena de terciopelo no disimula el vacío de fondo. La verdadera distinción no se pronuncia: se transpira. Y ahí otra vez la paradoja: cuanto más se esfuerzan por sonar distintos, más iguales se vuelven entre ellos. Todos quieren sonar únicos: y todos acaban diciendo lo mismo con la misma S silbante de falsa nobleza fonética.
Y mientras unos arrastran las eses, otros arrastran tus logros como si les fueran propios. Me refiero a los trincones: los que negocian en tu nombre sin haber sido invitados: los que gestionan tus méritos como si fueran puntos del supermercado: los que aparecen al final del camino con cara de haber estado desde el principio, aunque no movieron un dedo ni para apartar las piedras. Se cuelgan tus éxitos como quien se cuelga un suspiro en un entierro que le es ajeno: con cara de duelo y con el orgullo de haber encontrado el lugar perfecto para lucirse. Es agotador. Y es más común de lo que uno querría admitir. Pero eso no es motivo para anticipar la jubilación: eso sería tanto como rendirse.
Por si fuera poco, están también los celebradores profesionales de lo mínimo: los que convierten cada cosa que hacen, por pequeñita que sea, en un acontecimiento planetario: un pedo en tinaja: cada trivialidad en un hito, cada gesto menor en un monumento personal. Publican una foto con la frase “reto logrado” y te explican que cambiar una bombilla fue una experiencia científica. Si todo es especial, nada lo es. Y si cada paso es épico, lo épico se convierte en farsa. La vida no necesita ser viral: necesita ser verdadera.
Y sin embargo —porque siempre hay un sin embargo donde anida la esperanza— uno descubre que no está solo: que hay otros que también han decidido no jubilarse: no porque no puedan o no les acoja el derecho, sino porque no quieren: no porque tengan miedo al vacío, sino porque tienen lleno el corazón: porque saben que estar vivos es estar disponibles: y que el descanso no es renuncia sino consecuencia. Y esos, los que siguen: los que perseveran: los que no piden aplauso pero tampoco aceptan ser borrados: son los que me hacen pensar que aún merece la pena abrir otro cuaderno. De los que ya con treinta años querían jubilarse, mejor ni digo ni me entretengo: toda una vida mirando las manecillas del rejos: un horror.
Por eso he comprado otra libreta: no para escribir memorias: ni para planificar cruceros: ni para inventarme pasatiempos que me acabarían aburriendo: sino para seguir anotando lo mucho que me queda por entender. Porque jubilarse —en mi caso— no es descansar: es desaparecer sin decir adiós. Y yo —por terquedad: por fe: o por instinto— todavía tengo algo que decir. Todavía estoy aquí. Todavía me hago preguntas. Todavía escribo. Y respiro. Lo cual no quiere decir que el que se jubila con ansia prematura no haga lo mismo.
Además, no quiero que me den el listado con los nombres de los que contribuyeron al regalo de despedida: hola y adiós, que canta Sabina. Prefiero la ignorancia. Porque ya todo queda tan lejos.