En una escena digna de una tragicomedia posmoderna —una mezcla entre Dr. Strangelove y un taller de primeros auxilios organizado por el Mercadona— Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, nos advirtió hace unos días para que nos vayamos preparando… no para la llegada de la primavera precisamente, sino para la guerra. Con Rusia. Y no con tratados, ni diplomacia, ni un maldito atisbo de sentido común, sino con un rearme generalizado y… ¡un botiquín de emergencia!
Sí, como lo han oído: leyeron bien. El futuro de Europa, esa entelequia cada vez más en tenguerengue que prometía bienestar, progreso y millones de Erasmus catadores de birras, depende ahora de que usted tenga en su casa una linterna de pilas de petaca, vendas, ibuprofeno de 600, mercromina si la encuentra, agua embotellada y si se puede, unas toallitas húmedas, a ser posible biodegradables. Porque cuando lleguen los misiles o el meteorito del fin de los tiempos, ya se sabe que no habrá nada como una tirita o un buen chute de leche desnatada para resistir al imperialismo del Putin de turno. O sea, que cumpla usted con sus obligaciones de europeísta militante y procúrese un neceser de urgencia.
¿A esto se reduce el «liderazgo europeo» actual? ¿Hemos pasado del «nunca más otra guerra» al «te doy primero, por si acaso»? ¿Cómo fue que pasamos de la más plácida de las posguerras a un posit pegado en la puerta del búnker que dice: «Espere sentado; salí a comprar tanques y aspirinas»? ¿Hay alguien que gobierne el barco? Es difícil no reírse… y al mismo tiempo cómo no sentir una punzada de pavor. Están locos estos europeos, que diría Obélix: nos han educado para ser atenienses civilizados y ahora, de la noche a la mañana, nos quieren espartanos de pelo en pecho. Conmigo que no cuenten. Porque lo que es a este, que soy yo, no lo verán en el bando de los que consideran la guerra como un hecho cultural.
Frente a semejante disparate, uno no puede evitar mirar atrás y poner los ojos en la antigua Grecia. Releer Lisístrata, la comedia que con tanto acierto escribiera hace casi dos mil quinientos años el cachondo de Aristófanes. Lo aconsejo: hay ediciones gratuitas en Internet y no lleva más de una hora.
Las mujeres que acompañaban a Lisístrata, hastiadas de perder a los hijos, hermanos y maridos que con tanto dolor parían o cuidaban, decidieron abandonar sus casas y encerrarse en la acrópolis de Atenas después de jurar no seguir entregando lo que siempre dieron de modo gratuito hasta que “sus hombres” sellaran una paz generalizada. Cierre de piernas, apertura de mentes. Y la estrategia no por sencilla fue menos eficaz: una huelga de sexo total para forzar la paz entre los hombres. Se acabó el trágala de ser descanso del guerrero, eso juraron las griegas de Aristófanes. Ni tres días pasaron, oiga; incluso hubo algunos, los más rijosos, que estuvieron dispuestos a firmar el armisticio con solo seis horas de abstinencia forzada.
El lema de aquellas griegas del siglo V a.C., capitaneadas por Lisístrata, era tan simple como claro: «No os acostaréis con nosotras hasta que firméis la paz». Y funcionó. La habilidad pacifista de la muy inteligente Lisístrata funcionó a las mil maravillas: O selláis la paz o no lo haréis con, debajo o sobre nosotras… Eso fue todo.
Lisístrata fue la primera mujer que detuvo la guerra con una huelga feminista… de sexo. Una hazaña que aún hoy resultaría revolucionaria: usar el cuerpo no como arma, sino como último refugio de lo poco que nos va quedando de humanos. No sé cómo se hará, pero a la guerra de Ucrania no se la puede responder con más de lo mismo: ojalá y las mujeres de Europa, incluidas ucranianas y rusas, cerrasen sus piernas y mandasen a sus maridos a dormir al sofá: o al granero: hasta que el último soldado del último de los ejércitos se declarase en paz con el mundo.
Ahora bien: que nadie malinterprete esto. Decir NO a la guerra y al rearme no es dar la espalda al pueblo ucraniano. Todo lo contrario: seguiremos apoyando su derecho a resistir la invasión, a defender su soberanía, a rehacerse entre ruinas. Pero una cosa es el apoyo, y otra muy distinta renunciar a la palabra que nos separa del mono, echar cubos de gasolina y escalar el conflicto hasta volverlo irreversible. No podemos permitir que la solidaridad con Ucrania se pervierta en coartada para la aniquilación generalizada de millones de personas, como ya sucediera en la Europa de los años 40, no hace tanto, recuerda: cincuenta millones de muertos.
Y hablando de escaladas peligrosas: Europa se prepara para dedicar 800.000 millones de euros al rearme. Ocho-cientos-mil-millones. A los que se debe añadir el billón largo que va a costar la ocurrencia de los aranceles con que ha salido ahorita el vaina de Trump y su Santa Oreja. Se dice pronto. Una cifra tan obscena que haría sonrojar incluso a los cuatreros del Pentágono. Con ese dinero podríamos garantizar vivienda digna a toda la juventud del continente. Podríamos tener trenes gratuitos, sanidad pública reforzada, escuelas con calefacción, sueldos que fueran más allá de las ayuditas, patinetes voladores y profesores felices. Podríamos alimentar cuerpos y mentes, abrir vías de investigación para la cura de enfermedades tan espantosas como el ELA, sanar heridas sociales, financiar energías limpias de verdad y hasta montar orgías culturales (y también de las otras, si es que a bien se tiene) por toda Europa, Groenlandia incluida.
Pero no: lejos de todo lo anterior hemos decidido construir más tanques, más drones, más fusiles. Porque, aparentemente, la mejor forma de defender “los valores europeos” es enterrarlos bajo toneladas de acero y pólvora, mucha pólvora. Y que por metralla no sea. Para mí que algunos listos se están haciendo de oro entre rearmes, aranceles y comisiones, y no, no me estoy refiriendo a los proletas de la Bahía de Cádiz precisamente.
Von der Leyen no es Lisístrata ni ha leído a Aristófanes. De ahí que no imagine otra vía que la de aflojar las nalgas en vez de apretarlas, que es lo que la situación exige. Nos pide serenidad, pero nos prepara para el invierno espartano. Ya no se habla de desescalar, ni de diplomacia, ni de mediación. Nada. El menú es guerra con postre de esparadrapo y dos ibupofrenos de 600. Nos obligan a renunciar a la palabra y nos convierten en fusileros y legionarios dirigidos por un algoritmo trucado de la inteligencia artificial.
Y aquí es donde conviene ponerse serios. Y panfletarios. Muy panfletarios. No a esta guerra. No a ninguna guerra. Nunca. Jamás. Las guerras solo engordan a los fabricantes de armas, endurecen el corazón del poder y sepultan generaciones en fosas comunes sin tiro de gracia. No hay victoria que valga la vida de un chaval de veinte años. Ni geopolítica que justifique el sufrimiento de un niño que pisa una mina de las que la dulce Europa está sembrando la frontera polaca.
¿Quieren guerra? Que vayan primero los hijos de los mandatarios que comen mejillones fritos en Bruselas. Que encabecen el pelotón de vanguardia los siete hijos de Von der Leyen, y los de Scholz y su sucesor, como leches se llame, y los de Macron, y los de cada ministro que alce la voz con épica guerrera desde un despacho bien calentito. Que sientan en carne propia el precio del heroísmo que nos piden a los demás. A ver cuánto dura el entusiasmo bélico cuando toque vestir de uniforme al niño de la casa.
Aquí sobran trincheras y faltan camas. Y de paso que nos capitanee otra Lisístrata…
Retomemos el viejo grito hippie, con flores en el pelo y una zamarra con flecos: Haz el amor, no la guerra. Valiente cursilería dirán algunos. Pero lo único cierto es que nada más triste e inútil que responder a la violencia con más violencia.
Y si no saben cómo acabar con la guerra de Ucrania, lean a Aristófanes, pregunten a Lisístrata, aquella ateniense de hace más de dos mil cuatrocientos años que sabía encender incendios sin fósforos, y apagar guerras con el temblor lento de una cadera. O mejor: váyanse al carajo todos y permítannos morirnos de viejos, a ser posible en la misma cama donde folgamos tantas veces y no sobre el barro de un trinchera.
[Úrsula, ya te digo que el dinero del neceser de urgencia me lo he gastado en una edición del Decamerón…, y dónde va a parar: relaja, inspira y permite soñar.]