La ciudad amaneció con incertidumbre. En el centro de su plaza, donde antes se celebraban tradiciones, ahora solo había silencio y obras inacabadas. Desde su despacho, la Dama de las Mil Horas observaba la situación con frustración, buscando responsables fuera de sí misma.
Sigmund Freud describió la proyección como un mecanismo de defensa mediante el cual una persona atribuye a otros sus propios impulsos o sentimientos inaceptables. En el caso de la Dama, la culpa nunca recaía en su gestión, sino en factores externos. Para ella, los problemas de la ciudad no eran consecuencia de decisiones administrativas, sino de la inacción de otros. En su discurso, lo que debía ser planificación se convertía en un complot, la burocracia en negligencia ajena y los retrasos en ataques dirigidos contra su visión de la ciudad.
La Maestranza no era, en su relato, una institución con normas y procesos, sino un obstáculo que ponía en peligro la identidad y la economía de la ciudad. Esta forma de pensar es habitual en líderes con tendencia a la victimización, donde la narrativa personal se impone sobre el análisis objetivo. Se configuraba así una visión en la que la ciudadanía debía alinearse con su postura o ser vista como parte del problema.
La realidad es que la plaza de toros estaba en obras por problemas estructurales detectados con anterioridad. Sin embargo, en su discurso, la Dama transformaba la situación en una batalla personal. La Maestranza no actuaba con la rapidez que ella consideraba necesaria, y por tanto, eran responsables del perjuicio económico y cultural de la ciudad. De este modo, evitaba cualquier autocrítica y trasladaba la responsabilidad a los demás.
La ciudad seguía su curso, con o sin festejos, pero en el ambiente quedaba una sensación de tensión y desconfianza. La plaza, en silencio, esperaba su restauración. Y la Dama, lejos de asumir su papel en la gestión de la crisis, seguía buscando culpables, proyectando en otros lo que no podía aceptar en sí misma.