Fue dueño de la plaza y los salones,
en su palabra estaba el alto mando;
los jueces y ministros, esperando,
cumplían sin dudar sus decisiones.
Hoy manda en almacenes y camiones,
en el trueque menor, siempre acechando;
su nombre ya no truena retumbando,
pero guarda secretos y traiciones.
Los vecinos lo miran con recelo,
pues saben que aún maneja su tinglado;
su sombra pesa más que el mismo suelo.
Y aunque su trono está desmoronado,
el miedo sigue vivo, frío y lelo,
por todo lo que sabe del pasado.
De altos tronos cayó, su gloria es humo,
ya no dicta sentencias ni decretos;
pero conoce tratos y secretos,
y en la aldea su sombra sigue en rumbo.
Con el rico se muestra siempre sumiso,
cordial, de ademanes bien medidos;
mas al pobre lo carga de castigos,
y en su furia parece un indeciso.
“Ya no es nadie”, murmuran en la plaza,
pero en el fondo todos lo vigilan,
pues su rencor afila cada traza.
Aunque el tiempo sus fuerzas ya mutila,
su lengua guarda el filo de una caza
que aún puede destruir cuando se activa.