Hay un modo de medir el grado de civilización de un pueblo: no está en sus leyes ni en sus discursos, sino en sus gestos. Cuando alguien cede la parte mejor de la acera a una embarazada: cuando un joven ofrece su brazo a una anciana cargada de bolsas: cuando un ciudadano se levanta en la sala de espera del médico para que se siente quien tiene más años: cuando se saluda al desconocido con educación o se agradece al camarero su servicio sin tutearlo o se da los buenos días al barrendero, ahí se ve que aún queda civilización. Pero cuando todo eso desaparece —cuando nadie se levanta, nadie ayuda, nadie reconoce el trabajo ajeno— la civilización empieza a resquebrajarse aunque los edificios sigan en pie. Aparentemente en pie, todo sea dicho.
El respeto no es una teoría: es un hábito. Antes se aprendía en casa, sin sermones, simplemente observando. El niño veía cómo su padre cedía el sillón al abuelo en cuanto entraba en la salita, cómo su madre hablaba de usted al vecinorecién instalado, y cómo los dos, padre y madre, se levantaban cuando llegaba una visita a casa. Así se construía una jerarquía moral invisible, donde cada gesto expresaba el reconocimiento del otro. Y ese aprendizaje tenía un nombre y un lugar: la familia. Era la familia la que enseñaba las primeras normas del respeto y era también la que mostraba que la educación no consiste en saberse las palabras, sino en saber usarlas con decencia y en el momento preciso, la que enseñaba que el «por favor» y el «gracias» a su debido tiempo valen más que cualquier título universitario. La escuela podía reforzarlo, la sociedad podía exigirlo, pero si en la familia se descuidaba el valor del respeto, todo el andamiaje de la civilización se venía abajo.
Hoy se ha perdido el tono, y con él, la justa medida de las relaciones humanas. Los camareros que saludan con un «qué van a tomar los chicos» a matrimonios que ya cumplieron setenta años, o los dependientes que despachan a las clientas llamándolas «guapa, bonita o cariño» con una confianza más que excesiva que nadie les dio, son ejemplos claros de una época que ha confundido la educación con unacampechanía peor entendida. Esos halagos automáticos, que a veces parecen amabilidad y siempre cercanía impostada, son en realidad un síntoma de la misma enfermedad: la desaparición del respeto como norma común.
Pero no se trata solo del lenguaje: es toda una suma de actitudes colectivas las que se han descompuesto en cuestión de quince o veinte años. Hoy se habla sin escuchar, se responde sin mirar a los ojos, se exige sin agradecer. Nadie parece tener tiempo para los gestos pequeños, y sin embargo en esos gestos mínimos se sostiene el alma de la convivencia. Una sonrisa, una palabra convenientemente medida, un «gracias» a su tiempo, una disculpa sincera, bastan para mantener los pilares que sostienen la humanidad.
Decimos «tú» a todo el mundo como si el «usted» fuera un arcaísmo poco democrático, cuando en realidad era un puente: el signo más claro de respeto, la forma de reconocer la dignidad ajena sin perder la propia. No hay nada más civilizado que tratar de usted a quien no conocemos, no por marcar distancias, sino por respeto. Y sin embargo, ese usted, tan nuestro ayer, va desapareciendo bajo el tuteo universal que pretende acercar y acaba degradando las relaciones sociales.Quien agradece, quien saluda, quien pide permiso, no se somete: demuestra que sabe vivir entre otros.
El funcionario que habla de usted al ciudadano que se acerca a la ventanilla muestra que aún entiende el sentido verdadero del servicio público: el de quien representa al Estado sin dejar de ser persona: el de quien trata con respeto porque sabe que el respeto no rebaja, sino que eleva. Ese funcionario que mantiene el «usted» frente al ciudadano no se coloca por encima, sino al mismo nivel moral de quien cumple su deber con dignidad. En cambio, cuando el trato se vuelve displicente o excesivamente familiar, cuando el servidor público olvida que cada palabra suya representa a la institución a la que pertenece, se resquebraja ese delicado equilibrio entre autoridad y cortesía que distingue al funcionario de quien simplemente despacha papeles.Todo lo que hoy parece anticuado era, en realidad y hasta no hace tanto, la mecánica invisible de la convivencia.
Hubo un tiempo en que en las escuelas se estudiaba Urbanidad: no como una asignatura menor, sino como el primer aprendizaje deltrato educado. En aquellos cuadernos, que algunos aún guardamos, se explicaba cómo hablar, cómo presentarse, cómo comportarse en la mesa o en la calle. Y no era un juego de apariencias, sino un modo de aprender que la libertad no consiste en hacer lo que se quiere, sino en saber hacerlo con respeto. Hoy ya no se enseña Urbanidad, y se nota: se nota en los pasillos de los institutos, donde los profesores son tratados con una confianza excesiva que no es cariño —aunque algunos lo crean— sino pérdida de la distancia que debería haber entre el educador y el educando; se nota en las calles, donde los mayores se nos vuelven invisibles; se nota en las oficinas, en los comercios, en el modo en que se habla y se responde.
Las antiguas escuelas no enseñaban solo a leer y escribir: enseñaban a comportarse. Y aquel respeto, que hoy parece una cortesía de museo, era en realidad una lección de libertad. Porque la libertad necesita forma, y eso solo se aprende desde pequeño: cómo saludar, cómo esperar tu turno, cómo dirigirse a los demás, sea el rey o el que desatasca tu fregadero. Sin esa educación de los gestos, la libertad y la igualdad, incluso bien entendidas, se deshacen en un ruido que confunde al que enseña —porque sabe— con el que aún está aprendiendo.
Napoleón solía dirigirse a sus soldados llamándolos “señores”, porque entendía que el mando no se impone, se gana. Lincoln, durante la Guerra de Secesión, fue criticado por tratar con cortesía a los vencidos: respondió que el respeto hacia el adversario no debilitaba al vencedor, antes bien, lo ennoblecía. Hoy, en cambio, hemos convertido la grosería en falsa sinceridad y el desdén en espejo de modernidades, como si la buena educación fuera un signo de debilidad.
La pérdida del respeto no es solo un síntoma de decadencia: es el comienzo del desorden. Una sociedad puede soportar la pobreza e incluso cierta injusticia, pero no sobrevive al desprecio sistemático de todo lo que el respeto significa. Cuando el respeto desaparece, el otro —el que tenemos delante— deja de ser prójimo y pasa a ser rival, y del rival al enemigo apenas media la envidia. De ahí nacen la violencia, la crispación y la indiferencia: no son males políticos, son enfermedades morales.
Las formas no son un lujo ni una reliquia: son la envoltura visible de la moral. Cuando desaparecen, lo que se degrada no es la etiqueta, sino la esencia. El respeto no cuesta nada y vale todo: ceder un asiento, ceder la acera, ofrecer ayuda, hablar con corrección, escuchar sin interrumpir, decir gracias y pedir perdón. Son actos pequeños, pero sostienen el mundo.
Aún estamos a tiempo de volver a lo esencial: enseñar a los niños que el respeto no se discute, se practica; recordar a los jóvenes que el “usted” no aleja, sino dignifica; recordar a los adultos que la cortesía no envejece; y recordar a todos que el civismo no empieza en las leyes, sino en los gestos menores: ceder el paso en la acera, el asiento a un anciano, callar de niños en las conversaciones de los mayores… Dar los buenos días al barrendero que limpia las mierdas de nuestro perro.
Porque el respeto —esa mezcla de humildad, educación y reconocimiento— es la forma más alta de libertad. Y cuando una sociedad deja de respetarse, no tarda en dejar de respetar sus esencias. Entonces ya no hay desorden sino ruina.
Escena. Cae el telón. Se levanta el telón. Un adolescente de veinticinco años —que los hay, y no pocos— yace cuan largo es en el sofá. Entra una amiga de la abuela. No se levanta. Ni buenas tardes. Sigue dándole al tiktok. Como si nada. Arde el telón.