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viernes, noviembre 14, 2025
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El arte de gobernar sin mirar a nadie

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Conservaba mi amigo Isabelo desde hace años la carta que sigue: se la envió su abuelo Manuel, la compartió conmigo y hoy me parece un buen momentopara hacerla pública. Ni que decir tiene que tengo el permiso pleno de mi colega de internado y de pintadas nocturnas, quien, por cierto, se ha jubilado no hace mucho de encargado de comercio y petróleo de la embajada de España en Caracas: la de vueltas que da la vida. Vivir para ver: aquel trueno vestido de nazareno.

Abril de 1997

Querido nieto:

Le dicto estas líneas a la madre Egilona, una monjita del asilo de Casar de Palomero donde llevo ya doce años, porque a mis 96 las manos ya no obedecen como antes, pero la memoria sigue firme y clara: y la memoria, créeme, no es un lujo ni una manía de viejo, es una obligación con los que vienen detrás: fui alcalde de nuestro pueblo por Izquierda Republicana, a los 28 años, ya lo sabes, y también sabes que un día de agosto de 1936 me hicieron elegir entre la tapia del cementerio —que entonces estaba al lado de la iglesia, lindando con un huerto de tu abuela— o el correaje y la camisa azul de Falange: cuatro hijos tenía entonces, cuatro bocas que alimentar y cuatro vidas que podían quedarse sin padre en una sola madrugada: no me enorgullece haber llevado aquella camisa, pero tampoco me avergüenza contártelo, porque por dentro nunca cambié de bando, ni dejé de ser republicano ni de creer en la democracia, y es justamente ahí donde empieza esta carta: en el miedo que se instala cuando la democracia se pierde y los que mandan ya no tienen que mirar a nadie a los ojos.

Por eso te digo que la democracia española atraviesa en la actualidad un deterioro que ya no se puede esconder: ni con discursos solemnes ni con banderas al viento en fechas señaladas: el político que resulta elegido ha aprendido a vivir lejos del votante y el elector, poco a poco, ha aceptado esa distancia como si fuera algo normal: vamos a votar, cumplimos, a la noche nos dicen por televisión que la fiesta democrática ha sido un éxito y, a partir de ahí, empieza el apagón de siempre: cuatro años de desconexión, cuatro años en los que el ciudadano desaparece del mapa salvo para rellenar encuestas o servir de decorado en algún mitin de ocasión: es la reducción de la democracia a un trámite puramente formal, sin contenido real: se vota, se cuentan los votos, se reparten los cargos y se baja la persiana de la explicación y de la responsabilidad: yo sé lo que viene después cuando esa persiana se queda demasiado tiempo bajada.

Lo grave es que esa distancia no es un fallo del sistema: es una herramienta del sistema: libera al diputado, al senador o al eurodiputado de la obligación de dar la cara ante el votante: de explicar por qué vota lo que vota en su escaño: de justificar con calma decisiones que afectan a millones de personas: a tu generación, a la mía, a la de tus hijos y nietos si los tienes algún día: fray Gundemaro de la Sierpe lo dejó por escrito en su Tratado de las Voluntades Mudables, año 1328 (por si lo quieres consultar está en códice 44-B del Archivo de San Vitores de la Maestranza de Ronda): en la página 117 le dice al abad del monasterio: «padre, cuando el abad elegido deja de mirar a los ojos de quien le eligió, el poder se vuelve sordo e insensible en el monasterio»: seis siglos después, el profesor Helmut Kröger repite la idea en La República del Espejo Torcido, publicada en 1937 por Ediciones Brünn: en la página 56 avisa sin adornos: «si el ciudadano olvida el nombre de a quién eligió, olvidará también a quién debe exigirle»: dos frases sencillas, sí, pero yo, que he visto de cerca lo que pasa cuando nadie puede exigir nada, te digo que son dos diagnósticos demoledores. En democracia se pide, se exige; en dictadura se suplica y se ruega. Un síntoma: hay centros educativos donde todavía se cierra el orden del día con un «ruegos y preguntas»: en fin, con fácil que sería poner «otras cuestiones».

A eso hay que sumar que la putrefacción puede llegar al punto de que las élites políticas vivan al margen de los ciudadanos: de espaldas a los pueblos que las votan periódicamente: como si el día de las elecciones fuera una especie de peaje obligatorio y, una vez cobrado, el viajero —el ciudadano— ya no tuviera derecho a preguntar adónde va la carretera: nada destruye más rápido una democracia que esta costumbre de gobernar sin mirar a nadie: de usar la excusa de las urnas como escudo para no escuchar ni una sola crítica: de convertir el parlamento en un recinto blindado donde la voz de la calle suena siempre demasiado lejos: yo he conocido otra cosa, más brutal, más desnuda, pero muy parecida en el fondo, cuando los que mandaban solo miraban para contar cuántos quedaban vivos después de la última purga en la cárcel: por eso te digo que el peligro de que una democracia acabe en dictadura de facto no es una exageración, es una posibilidad muy concreta.

En lo local las cosas parecen más sanas: en los pueblos y ciudades pequeñas hay nombres, hay apellidos, hay rostros que uno se cruza en el supermercado o en la feria: el vecino sabe a quién vota y, al menos en teoría, sabe dónde encontrarlo: yo mismo, cuando era alcalde, no podía cruzar la plazoleta del pueblo sin que alguien me parara para pedirme, protestar o agradecer, y eso es bueno, aunque canse: pero incluso ahí se nota un cambio que me inquieta cuando lo veo por la tele o me lo contáis vosotros: muchos políticos locales se encierran en sus círculos de confianza: evitan los barrios donde saben que no son queridos: se dejan ver siempre en los mismos sitios donde todo el mundo les aplaude y casi nadie les pregunta nada incómodo: la distancia ya no es solo de kilómetros, es una distancia elegida, calculada, cultivada para no tener que escuchar reproches: es el primer peldaño de esa dictadura de facto que se va construyendo sin necesidad de golpes de Estado: basta con una agenda, el protocolo y los silencios.

Cuando subimos a los escalones superiores el problema se dispara: ahí es donde la representación se vuelve casi industrial: listas cerradas, campañas enlatadas, candidatos que no conocemos: si hoy preguntáramos quién encabezó la lista al Parlamento Europeo en las últimas elecciones, la mayoría no sabría responder: si ampliamos la pregunta al Senado o al Congreso, la cosa empeora: se recuerda la sigla del partido, el color ideológico, pero no el nombre de la persona: y eso, créeme, tiene consecuencias muy claras: si no recuerdo a quién elegí, ¿a quién le pido explicaciones?: ¿a quién le digo «esto no lo prometiste en los debates»?: ¿a quién le reprocho un giro de última hora o un pacto que jamás se mencionó en campaña?: las listas cerradas de los partidos son cómodas para la organización, pero son un peligro serio para la democracia: convierten al elector en un mero pulsador de siglas y al elegido en un profesional de la política que solo tiene que rendir cuentas hacia arriba, nunca hacia abajo: a veces escucho eso y me acuerdo de cuando a mí no me preguntaron nada, solo me dieron a elegir entre la camisa o la tapia del cementerio, pero ni un solo día dejé de saber de qué lado estaba la razón.

De esa distancia nace un riesgo que casi nunca se reconoce en voz alta: una democracia puede seguir funcionando en apariencia mientras por dentro se va deshaciendo: puede mantener urnas, parlamentos y ruedas de prensa y, al mismo tiempo, vivir completamente de espaldas a la gente que la sostiene: entre una elección y otra se instala la erosión lenta: nadie se siente obligado a explicar nada, nadie se siente autorizado a preguntar nada: el ciudadano no recuerda a quién eligió, el político elegido no se siente deudor de nadie en concreto: las promesas se convierten en literatura aplicada, el programa electoral se vuelve una especie de folleto publicitario sin consecuencias: y en esta inercia tienen ventaja los de siempre: los más listos, los más astutos, los menos escrupulosos: quienes han entendido que el verdadero poder no está en el voto, sino en el olvido del votante: yo he visto cómo se gobierna cuando el miedo manda y nadie le mantiene la mirada al dictador de turno.

Todo esto genera un clima que se palpa pero no siempre se nombra: miedo a hablar, miedo a pedir, miedo a exigir: la sensación de que las instituciones están lejos y que los representantes viven en otro mundo: un mundo de despachos blindados por cargos de confianza, comunicados y comentarios en la radio o en notas de prensa donde el ciudadano solo aparece como cifra o como bulto: no es casual que esta resignación haya crecido a la vez que la política se convertía en un oficio estable y muy bien, pero que muy remunerado: un oficio en el que muchas veces pesa más la lealtad al partido que la lealtad a los vecinos: en el que se teme más una llamada airada del aparato del partido que una crítica razonable en mitad de la calle: cuando el elegido depende más de su lista que de su pueblo, la democracia entra en apnea: respira solo el día de las elecciones y aguanta la respiración el resto del tiempo: cuando yo era joven la apnea se llamaba directamente dictadura, pero el ahogo era el mismo, y te aseguro que ni el correaje ni la camisa azul cambiaron lo que yo pensaba por dentro.

Y, sin embargo, no todo está perdido: la democracia tiene un defecto maravilloso que ninguna dictadura puede imitar: es manifiestamente mejorable: eso significa que puede ser criticada, corregida, ajustada: que sus reglas y sus costumbres pueden revisarse sin que se caiga el edificio: que se puede reclamar, con toda tranquilidad, algo tan sencillo como esto: que los elegidos vengan cada cierto tiempo a dar explicaciones a quienes los eligieron: que las listas cerradas se abran: que la gente vuelva a saber a quién le entregó el voto y a quién puede mirar a los ojos para decirle «no era esto lo que prometiste, tronco, no era esto»: tú sabes que yo apenas fui a la escuela, pero también sabes que me gustan los buenos libros: quizás por eso te hará gracia saber que ese fray Gundemaro y ese profesor Kröger que he citado en esta carta no existieron nunca: son nombres inventados que he tomado prestados para hablarte, con algo de erudición fingida, del caos discreto de las democracias actuales: pero podrían haber existido perfectamente, y habrían escrito, palabra por palabra, lo que aquí te repito.

Te lo digo como abuelo y como ciudadano que, incluso cuando tuvo que ponerse una camisa que no era la suya para seguir vivo, nunca dejó de ser fiel a sus convicciones democráticas: con todos sus fallos y todas sus grietas, la democracia sigue siendo el único sistema que merece la pena defender: porque se puede cambiar, se puede mejorar, se le puede discutir la forma sin negar el fondo: una dictadura, en cambio, solo ofrece una garantía: quedarse siempre igual: congelada en su propia soberbia, sin posibilidad de rectificación y, desde luego, sin necesidad de mirar a nadie: que a ti no te obliguen nunca a elegir entre tus ideas y tu vida ya será, créeme, un triunfo democrático que merece la pena cuidar.

Pero, ojo, porque como consintáis que el político se encierre definitivamente en su burbuja de privilegios y medias verdades y se considere por encima de los que le votaron: como veo que ya sucede: la democracia será más un deseo que un sistema de libertades.

Con todo mi cariño:

Tu abuelo Manuel.