martes, 30 abril 2024
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Arístides el Justo

Este artículo se publicó hace ahora la friolera de veinte años. Hoy, como ando de capa caída con las agonías que me provoca haber declarado mi particular guerra a los excesos de la siesta, no me queda otra que echar mano de él para cumplir y llenar el espacio en blanco. Además, qué coño, la empresa me lo permite y nunca está de más regresar a lo trillado.

En política tan peligrosos son los vicios como las virtudes excesivas, incluso, llegado el caso, tal vez más. De modo que a lo que vamos. Allá por los inicios del siglo V a. de C. nadie fue en la política de Atenas ni tan honrado ni tan prudente como Arístides el Justo.

Íntegro y cabal, Arístides denunciaba la incompetencia de los dirigentes, montaba en cólera al menor signo de favoritismo, al tiempo que verificaba tanto el fiel de las balanzas como la ley de la plata. Por si fuera poco, Arístides se había comportado de modo heroico en las campañas contra los persas, y su arrojo en la batalla de Maratón no tardó en formar parte de la épica griega. Arístides clamó para que se contuviese el gasto público, vociferó en favor de la austeridad, se puso él mismo de ejemplo de buen ciudadano y pregonó en el ágora sus propias excelencias, no dejando pasar un día sin desgranar sus méritos en los oídos de cuantos se le ponían a tiro. Arístides era un dechado de virtudes, ciertamente, aunque por lo que sabemos no debió andar corto de petulancia y soberbia.

Pero el azar jugó en su contra. Sucedió que los atenienses, amenazados por los persas, consultaron al oráculo de Delfos sobre el mejor modo de defenderse. «Construid una muralla de madera», eso dijo el oráculo. Arístides, pragmático, absolutamente alejado del lenguaje poético y, por tanto, muy poco dado a las metáforas, interpretó al pie de la letra lo que el oráculo decía: para él bastaba con levantar una sólida defensa de madera en torno a Atenas. Por el contrario, su rival político, Temístocles, entendió que lo que el oráculo les indicaba era que deberían construir una flota de poderosos trirremes.

Y los atenienses tuvieron que elegir entre los dos gerifaltes y sus dos maneras tan distintas de encarar la defensa de Atenas: o una muralla de recios troncos de madera de ciprés o el remozamiento y aumento de la flota de guerra. O el honrado pragmatismo de Arístides el Justo o los sueños de Temístocles. Atenas se dividió en dos bandos irreconciliables que, según se recoge en leyendas y cronicones, llegaron incluso a las manos no pocas veces. De modo que ambos, Arístides y Temístocles, aceptaron someterse a la voluntad del pueblo en una ceremonia de ostracismo: los ciudadanos con derecho a voto, como estaba estipulado, escribirían en un cascote de cerámica uno de los dos nombres, lo arrojarían a un montón, algún magistrado contaría los votos y aquel cuyo nombre se repitiese más veces sería condenado al exilio por un periodo de diez años: inhabilitado diríamos hoy.

Arístides, ebrio de éxitos, seguro de sus honestidades tantas veces pregonadas, él que había alcanzado la dignidad de primer arconte, ya se veía vencedor y caudillo de Atenas. Sin embargo, cuando se dirigía al ágora fue abordado por un hombrecillo analfabeto que le pidió que escribiera por él. «¿Cuál escribo: Arístides o Temístocles?», preguntó. «Pon Arístides», eso dijo. Algo más que sorprendido, quiso saber Arístides qué tenía en su contra aquel hombre o si alguna vez había hecho algo por lo que estuviera molesto; pero el hombrecillo, sin saber con quien hablaba, se limitó a responder: «Nada malo me hizo Arístides. Solo que ya me hastié de tanta honestidad pregonada. Harto estoy de escuchar a todo el mundo hablar de Arístides el Justo».

Arístides escribió honradamente su propio nombre en el ostrakon, lo arrojó al montón y partió para el exilio sin esperar al recuento. Honestidades extremas. La severidad de la denuncia. El rigor del hierro. Los argumentos irrefutables. Papeles acusadores. Números, gráficos… Y al final, lo que son las cosas, el personal va y apuesta por Temístocles, que tal vez no fuera tan radicalmente honesto como Arístides, pero que sabía vender los sueños y, sobre todo, interpretaba los oráculos de manera acertada.

Ojalá y nuestros políticos, ahora cuando se inicia un nuevo curso, se dieran a la lectura de los griegos y le sirviera de provecho. Aunque mucho me temo que ni los resultados de las elecciones municipales ni los del 23 de julio han de servir para que el oráculo diga más de lo que ya dijo. Mientras los Arístides y los Temístocles de la actual Hispania callan —o hablan en exceso— los persas, los persas, los persas se frotan las manos ante el botín que les pone en bandeja una Atenas sin defensa y sin más argumentos que la supervivencia de los que no dudarían en entregar a su padre a cambio de una hora más de ordeno y mando. Llegados a este punto, y antes de que haya que recurrir a Esparta, tal vez Feijoo y Sánchez deberían someterse a una ceremonia de ostracismo que dejara claro de una vez por todas qué y a quién queremos y, sobre todo, hasta dónde estamos dispuestos a llegar. ¿Transparencia? Bonita palabra.

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