martes, 30 abril 2024
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A los entierros se va llorao

Aunque empecé tarde con el vicio del tabaco —y en maldita sea la hora—, la verdad es que me costó más de un ay terminar con una adicción que arrancaba del servicio militar. Como estaba prohibido fumar durante las dos horas que duraba la guardia, pues eso, ya sabes, que no hubo modo de vencer la tentación de llevar la contra y hacer justamente lo contrario a lo que obligaban las Ordenanzas: así fue como arranqué a echar humo por las orejas. De aquellos primeros pitillos cuarteleros pasé a los más de cuarenta o sesenta, hasta que decidí parar un buen día en que me faltó fuelle en una cuestecilla que marcaba la mitad de una media maratón. Si yo lo dejé, puede hacerlo cualquiera.

Algunos conocidos míos hipnotizados por cocaínas y demás, me confesaron que les había costado mucho más abandonar el tabaco que las otras drogas consideradas mayores. No creo que exagerasen. Y lo mismo me contaron quienes se apearon del tobogán del aguardiente. La nicotina es un dardo placentero que da justo en el bebe del cerebro.

Pero todo esto de adicciones y enganches es nada en comparación con la heroína del Poder —con mayúscula—; la adicción al ordeno y mando llega a tanto que comparadas con él las otras drogas son humilde cafeína, y a las pruebas me remito. Después de toda una vida en el machito debe ser duro, pero que duro de verdad, regresar a los paseos rutinarios donde te encuentras a vecinos y conocidos que ya ni te temen ni respetan y que, en no pocos casos, hasta han olvidado los favores que en su momento pudieras haberles hecho. La nuestra es nación de ingratos. Terrible debe ser que te saquen a rastras del puesto que, aunque sabías prestado, a fuerza de años ya sentías como propio y a modo de derecho vitalicio.

Todavía recuerdo que hace años: tal vez demasiados ya: en el Paleolítico de la cosa del guirigay de Valencia, Bárcenas, la Gürtel, los Blesa, los Rato y por ahí, salió en el parte de la Primera de TVE un tipo llamado Ricardito Costa: aseadito él, modosito, bien pelado y al que no pocos medios habían relacionado con el que después fuese archiconocido Yonqui del Dinero. Ricardito, don Ricardo hasta unos días antes, era hermano de don Juan Costa y Climent, poderoso ministro del PP: hablaba lindo y altanero, tan lindo y altanero como se sienten los que se saben más que apadrinados. En fin, un joven pijoguay del PP valenciano que iba para baranda y novio de las Españas eso era don Ricardo Costa, cuando en esas que llega el juez y para su carrera en seco por supuestas relaciones con la Gürtel madrileña.

Recuerdo perfectamente que aquel día lucía en la muñeca peluco que debía pasar del millón de pelas. Se le advertía así como una pose de niño consentido con su corbatita y sus puños almidonados: yupi pepero al que otros camaradas tal vez ya estuvieran dando una patada en salva sea la parte, amén de cargarle más muertos de los que en verdad le correspondían y un buen trozo del marrón de Camps y Correas y del ínclito Bigotes: recuerda: trajes del Amiguito del Alma y bolsos de doña Rita (que a la postre resultó ser una mártir): para salvar la cara de Rajoy-YonosoyMR. Lloraba. Se estiraba las mangas de su americana de fino corte inglés. Puritito mono. Y Ricardito se vino abajo y lloró y moqueó como un niñato al que le rayaron la BMW flama a las puertas de la disco. Uno se escandaliza de que esta recua, bien de derechas, bien de izquierdas, pueda volver a pastorearnos de nuevo algún día.

Con la llantina del pollo en cuestión uno cae en la cuenta de que en verdad debe ser dura la droga del Poder: tanto cuesta dejarlo. Se podrían contar otros casos, como cuando Arias —viendo arder el tejado de El Pardo— comunicó al personal que el Tron de la Collares no se subiría más al casco del Azor; utilizó el lenguaje ramplón de los que ya se saben fuera de la pomada y anticipan el síndrome de abstinencia: «Españoles, Franco ha muerto», eso dijo. Y como Ricardito Costa, también Arias arrancó a llorar. Uno de mis abuelos, precisamente de los suyos, soltó un puñetazo en la mesa cubierta de hule con el mapa de España y exclamó: «Cagón, Carnicerito, que a los entierros se va llorao».

Pero cuando mejor comprobé el poder adictivo a la dura droga del Poder fue durante un congreso provincial de UGT, aquel sábado de hace casi treinta años en que defenestramos a cierto secretario general. Servidor era secretario de Comunicación de la UGT comarcal y viví aquel bochorno en primerísima persona. Fue en Málaga. Cuando al buen hombre se le comunicó que tenía que levantar el culo del sillón, se atornilló de tal modo que costó no poco despegarlo de lo que para él lo había representado todo desde la caída de los sindicatos verticales: aquel sillón era el Poder, todo el Poder, la quintaesencia de las drogas todas, el libre acceso a los reservados VIP de los restoranes más afamados, las palmaditas en la chepa, el trato distendido con ministros y consejeros… Y nosotros, los delegados elegidos por las bases, incomprensiblemente para él, que siempre fue un río para sus amigos, lo estábamos obligando a una desintoxicación forzosa en una mesa de humilde funcionario administrativo. No podía entender, el buen hombre, que hasta su propia federación hubiera votado en contra. También lloró. A moco tendido. Sin el mínimo sonrojo. Tetanizado parecía.

Desprenderse de las adicciones inherentes al mando no debe ser fácil. Sin embargo, hay un día para todo. Hoy se está y mañana no. Si yo dejé el tabaco, lo deja cualquiera. Las democracias se fundamentan en el cambio periódico de caras y nombres. Sin relevo en las cúpulas de las instituciones todo sería burdo paripé. La calidad de las democracias radica en el cambio de nombres.

Abandonar el Poder no debe ser cómodo. Y se entiende. Es humano. Otra cosa es que el que «un buen día fue cosa y ahora cosa no es», adopte posiciones mucho más arrogantes de lo que su situación actual aconseja. Gloria transit y demás latines. Y el mariachi canta en la plaza de Armas de Sinaloa: «Concejal fuiste, pendejo, mas ya no lo eres… De naidita sirves».

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