martes, 21 mayo 2024
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Gibraltar o el fantasma de Livingstone

Tal y como anda la trama de la paranoia nacional, y dado que de algo habrá que hablar por más nubarrones totalitarios que en lontananza se atisbe, pues ya ve usted, compay, que me lanzo en tirolina desde Santo Domingo hasta el arranque flamenco del «Camino del Desfiladero». Me arrojo así como el que no quiere la cosa, saludo desde lo alto, esquivo a las grajillas —que ya están de vuelta sin que nadie las eche cuentas— y me dejo arrastrar por un levante suave, placentero, un vientecillo como tejido con alas de mariposa que me eleva y me lleva justo a la vera del peñón de Gibraltar.
¿Un tanto a contrapelo la letanía de hoy, dice usted? ¿Que se me nota el cangue a expresar lo que pienso? Desde luego. No seré yo quien lo niegue. Pero cuando el miedo a escribir o el pánico a opinar se apodera de uno, lo mejor es torcer unas letras, salir del paso, cumplir una faena de aliño: decir sin decir y callar hasta más ver: a ver si escampa: más que nada por aquello de que no hay maldad que no acabe en el osario de la Historia, ni tonto con malicia que cien años dure. De modo que si con barbas, san Antón, y si no la Purísima Concepción. A buen entendedor… Usted mismo. Que yo, lo que es decir, no digo nada.
A lo que vamos. No hace tanto que las relaciones entre las naciones europeas eran asunto de taberna, navaja por delante y testículos de espadachines. Inglaterra y España no eran excepciones, antes bien confirmaban la regla. La historia de Europa está escrita con cuernos diplomáticos, traiciones de última hora y los muchos mamporros que se repartían unos reclutas anónimos que coincidían en las hambres pero no en la bandera.
Tengo a gala haber servido en la GLORIOSA ARTILLERÍA hispana, y entiendo que lo que se traen los ingleses de Su Majestad Británica con el Gibraltar andaluz no pasa de un simple asunto de tamaño de penes y chulos marcando paquete aquerenciados en la esquina de Line Wall Road con Main Street. Pero es lo que hay, compadre, y el que tenga huevos que tome el timón del Juan Sebastián Elcano y ponga rumbo a la Roca, que allí le van decir un recao a la oreja. O dos.
Porque la verdad sea dicha, ¡qué cojones y qué poca vergüenza tienen estos británicos cuando de mantener la banderola se trata! Verlos por la tele, unidos en el Dios Salve a la Reina —al rey Carlos III ahora—, manita en el pecho, disparando salvas de honor y hablando un andaluz de matices preciosos, es volver al siglo XIX y ver a Burton y Speke buscando las fuentes del Nilo en la desembocadura del Guadiaro.
Gibraltar son trescientos veinte años de historia y, como bien da a entender el bueno de nuestro ministro de Exteriores, trescientos veinte son muchos años para que vuelva a la Corona de España lo que alguna vez fuera el Monte de Tarik. Gibraltar es la mala conciencia de Hispania: un catalizador de descalabros que nos recuerda lo que fuimos y ya no somos. Y ahí, ahí nos duele… Gibraltar, en fin, es un trapo con los mocos de la nostalgia.
Pero es lo que tiene la historia, que te dejas ir el tirón en 1704 y llega mayo de 2024 y aquí que sigue el fantasma de Livingstone, sir Francis Drake, Enrique VIII, Cecil Rhodes, el espíritu y la pata de palo de Nelson, el Tireless con su armamento nuclear a la vera de Algeciras, lord Byron camino de la muerte en Grecia y hasta el primer sello que se lanzó al mundo con el careto de la reina Victoria. ¡Áteme usted tantas moscas por el rabo!
Trescientos años son muchos años, ya digo. Pasaron ya los tiempos de las nostalgias, y la navaja y los huevos son antes empecimientos que ayudas. Se nos fue el tirón. A lo más que puede aspirar Andalucía ahora es a que Inglaterra consienta que la Roca se transforme en una nueva especie de Andorra, sin copríncipes, quede claro. Eso o nada.
Para qué engañarnos con patriotismos espurios o intentar volver a los años de la verja custodiada por una compañía de picoletos. Franco arengaba y utilizaba mezquinamente el asunto Gibraltar, pero que sepamos nunca envió ni una patera a recuperar la soberanía por las bravas. Franco era un gallego socarrón y taimado incapaz de conciliar el sueño sin la musiquilla de los tiros de gracia, pero de gilipollas ni un pelo. Bien sabía por dónde le podían llover las collejas en la ONU.
Y se equivocaron también los que creían que la reina Isabel y sus ministros eran europeístas antes que ingleses. Por ejemplo, Blair: recuerda: el tronco que compartía rancho en Texas con Aznar y Bush Jr. cuando la ouija de las armas de destrucción masiva. Blair era un chico de Eton que estudió lo mismo que estudian todos los niños ingleses: el imperio victoriano y la victoria sobre Hitler son la historia de Inglaterra. Y de ahí no salen ni hay modo de sacarlos. En cambio nosotros, pues ya ve usted, si le recordamos a nuestros alumnos las proezas de Cortés, de Pizarro o de Valdivia, no te cuento ya si mentamos a Núñez de Balboa o a Orellana o al padre de Las Casas, pues nos tachan de carcas, nos recuerdan lo bien que degollaban los aztecas a los chiquillos y doncellas de los pueblos que les eran tributarios (cincuenta mil al año hasta que llegamos nosotros a caballo, pecholata y crucifijo en mano), y nos ponen de imperialistas y tal. Incluso el uso de la palabra Hispanoamérica es algo políticamente incorrecto. Así nos va.
La historia española está llena de argumentos tipo Gibraltar. ¿Por qué los sentimientos que nos conmueven a nosotros con la Roca no se los reconocemos a los portugueses cuando nos recuerdan en sus fados fronterizos las malas artes que nos dimos al arrebatarles Olivenza? Porque Olivenza, por si anda olvidado, es un trozo del Portugal del XIX bajo soberanía española, y desata en sus poetas los mismos sentimientos que Gibraltar en los nuestros. Así que mejor no seguir, o acabaremos en Ceuta, Melilla, la isla de Perejil: las del alba serían y por ahí. De nada sirven argumentos historicistas que se pudren en los archivos cuando la realidad es que, hoy por hoy y mientras emita la CNN, la Historia (con mayúscula) la determina un país con poco más de doscientos años y un analfabeto funcional llamado Trump que aspira de nuevo a la Presidencia. Pregúntele usted a Trump, a Biden si así lo desea, pregúnteles por dónde quedan Ceuta y Melilla, que ya verá lo que contestan.
De manera que así las cosas, a lo más que podemos aspirar los andaluces es a cerrar lazos amistosos y económicos con la colonia que, dado el rumbo que lleva el Brexit y a no mucho tardar, será la Andorra del Estrecho. Eso y dejarnos de patriotismos hueros que lo más que hacen es exacerbar los demonios nacionales de portugueses y marroquíes, a ver si así alcanzamos algún tipo de acuerdo que impida el desfile diario de narcolanchas o las bombas H del submarino Tireless de turno atravesando aguas andaluzas mientras los llanitos confían en seguir haciendo negocio con una España que hoy sigue siendo tan rentable y «romántica» como en 1800. Todo lo demás, ya digo, es volver a la taberna, a la faca y a los huevos. Y eso sí que son anacronismos.
Y ya puestos en Gibraltar, pues eso, que antes o después, habrá que hablar de los estraperlos que desde la Roca llegaban a Ronda por el camino de la Yerbabuena o en el tren de Algeciras después de superar Encinas Borrachas o la estación de Jimera. Todo un flujo de mercancías y contrabando que hicieron ricas algunas de nuestras CASAS más hidalgas. De esto último: de la penicilina, del té, de la leche condensada, de las biblias protestantes, de las cajitas rojas del Graven “A” repletas de morfina… y de los garitos donde las joyas de la abuela se tornaban libras también habría que hablar, porque de eso, mire usted, no se dice nada.
Antes será Gibraltar catalán que español. Porque Andaluz nunca dejó de serlo.
Dicho esto, a pesar de esto, pese a esto, por menos de esto, por más cadenas que nos echen o más cerrojos que nos pongan en los befos… Al socaire y con la excusa de Gibraltar —que a mí me importa casi lo mismo que a usted—, aferrado a la Pepa de 1978 alzo mi voz y gritó: ¡Viva el pueblo soberano! ¡Bendita sea la prensa libre! ¡Viva el alcalde Móstoles! ¡Vivan Riego y el Empecinado! ¡Viva la Justicia imparcial y hasta el más chiquito de los jueces de Paz del último villorrio de España! ¡Viva la libertad de imprenta! ¡Vivan la Codorniz, el Hermano Lobo, el Jueves, Triunfo y Cuadernos para el Diálogo, el Interviú y hasta la Hoja del Lunes! ¡Viva la libertad de expresión! ¡Viva la libertad de opinión! Y viva Gutenberg, quien, por cierto, no era inglés.
¿Cursi? Puede. ¿Miedo? Mucho. Más que mucho. Que eso, el miedo, no me lo podéis quitar.

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