sábado, 27 abril 2024
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Un Paraguas para el concejal de Pirámides (y II)

—Pues bien, señoría —continuó mi madre—, que el día del examen se me sentó al lado una chiquilla muy mona que temblaba y rechinaba los dientes a la espera de que nos diesen las preguntas y los folios sellados. A mi izquierda se acomodó un muchacho que no dejaba de cliquear el boli: muy guapo, eso sí, pero algo más que nervioso y también muy desaliñado, lucía una coleta de lo más mona y una camiseta del Che Guevara: a este le dio por sudar y el sudor llegó a la tapa de la mesa.

—¡Señoría! Esto es INADMISIBLE. Inadmisible con todas las letras —replicó el abogado del concejal de Pirámides y Obeliscos, voz en grito y con la peor de las maneras—. ¿Qué relación puede haber entre los sudores de un rojeras de la cuerda del Coletas y los paraguazos que la viuda, aquí presente, propinó a mi cliente? Yo se lo diré: nada, no tiene nada que ver lo uno con lo otro. Ruego, pues…

El juez hizo un gesto seco y brusco con la mano, uno de esos gestos que sólo se permiten los sargentos chusqueros cuando se topan con un recluta impertinente, y miró al fondo de la sala por encima de las gafas, y con una especie de mohín hastiado y sin necesidad de más palabras, procuró que el silencio se instalara de nuevo entre todos los presentes. El abogado calló. El concejal se mordía un padrastro mientras observaba vibrar el móvil en lo alto de la mesa, sin atreverse a cogerlo por temor a una reprimenda del juez. Un ordenanza le acercó al juez su cuarto café de la mañana y le entregó el tique junto con una servilleta de papel. Del barecito de abajo venía: la Jaulita: ya sabes: aquel bar en miniatura que servía un cortado delicioso y que un mal día, vaya usted a saber el porqué, lo cerraron en maldita sea la hora: el juez sorbió cuidándose mucho de hacer ruido: ya se sabe lo escrupulosos que son los jueces en asunto de imagen y ejemplo: se limpió con un clínex y, no sin antes advertir al concejal de Pirámides, pidió a mi madre que siguiera: por enésima vez: con el relato de unos hechos que ya comenzaban a estar más que claros.

—Eso, que siga, y a ver si ahora nos explica CÓMO me golpeó con el paraguas —balbuceó el concejal de Pirámides, a esas alturas totalmente fuera de sí—. Porque le recuerdo que algunos trabajamos… No como otras —dijo, y miró a mi madre haciendo un quiebro por encima de la mesa para quedar bien claro a quién se refería.

—No se apure el señor concejal, que intentaré darle gusto —le espetó mi madre—. Pero más que en el cómo me centraré en el porqué. A lo que iba. Con la venia, señor juez…

—Siga, siga…

Y vaya que si siguió. Mi madre se colocó un mechón rebelde que le tapaba parte de la visión derecha. Mi madre apoyó sus dos manos en el filo de la mesa como lo hacen los abogados en las pelis de abogados, ya sabes, James Stewart o así por el estilo. Mi madre comprobó que yo y mis hermanos estábamos unos metros más atrás, y nos brindó una media sonrisilla que lo decía todo sin necesidad de palabras. Se giró, miró a los asistentes y siguió dando detalles de lo sucedido la mañana del examen.

—En fin, que me disponía a contestar a las cuestiones del examen: me lo sabía TODO y las respuestas se me venían a la cabeza como por arte de magia: cuando en ésas que entra en la sala el señor concejal de Pirámides y Obeliscos: traía la cara del que se ahogó con las alitas del pollo: ya sabe, señoría: hecho un basilisco, corría y tropezaba entre sillas y mesas, el pasillo se le quedaba estrecho, al tiempo que empujaba y le daba collejas a un funcionario al que culpaba de ser la causa de su enojo. Llega a mi sitio, se planta delante de mí, brazos en jarras, lo cual, dicho sea de paso, para nada me esperaba, y me suelta: «Eh, tú…, sí, tú, vieja, no mires atrás, ¿qué se te perdió por aquí? A ver, abuela, entregue los papeles al conserje y abandone el examen».

«Ahora mismo se los entrega y se va a casa a ver si ya meó el gato», eso gritaba.

—¿Dijo o no dijo usted eso que la demandada pone en su boca? —preguntó el juez, dando un golpe seco con la taza del café en el cristal de una mesa torneada, recuerdo de cuando los Juzgados eran algo más que dispensarios de códigos y leyes. Y respondió el abogado:

—El demandante no lo recuerda. De cualquier modo, señoría, en nada afectaría a los hechos probados ni tampoco cambiaría la certeza de los paraguazos que la demandada propinó a mi cliente… Que es de lo que se trata.

—No se lo preguntaba a usted —dijo el juez—, sino al demandante. Y vuelvo a preguntar: ¿se dirigió a la demandada en tales términos? ¿Sí o no?

—Así fue, señoría, y no lo puedo negar, pero… —farfulló el concejal.

—Sin peros —cortó el juez y añadió—: Le advierto que estoy tomando buena nota. ¿Es que no pudo esperar a que terminara la prueba para aclarar lo que fuese que hubiera que aclarar…? Cualquier cosa antes de ponerla en evidencia.

En evidencia, eso dijo.

Mi madre retomó el relato. Los presentes en la sala cuchicheaban entre sí y señalaban hacia el lugar que ocupaban el concejal y su abogado. Hasta el rey, prisionero en su cuadro, pareció mover de nuevo las orejas, creo, bueno, mejor juro, que en señal solidaria con mi madre.

—Ante una actitud y unas palabras y unos modos tan impropios de un concejal en democracia, pues hice lo propio —dijo mi madre—: callé. Y mi silencio debió irritarlo aún más, pues agarró el papel de mi examen: más bien me lo arrancó de las manos: se lo metió en la boca, lo masticó, lo tragó y dijo: «Abandone el salón ahora mismo, abuela, que se le pasó la edad y el ayuntamiento no tiene asilos». Bueno, no dijo edad… El muy grosero hizo referencia a que se me había pasado el arroz. Ya ve usted, señoría, pasárseme el arroz a mí, que… Un maleducado, eso es, un maleducado que echaba espuma por las boqueras. En fin, que yo, muy indignada, aunque todavía dueña de mis actos, le indiqué que las bases de la convocatoria nada decían de edades: pero él, hecho un mulo, dijo que se cagaba (con perdón) en las bases y en la madre del que las redactó: aquí se hace lo que YO DIGA, eso dijo: y esta vez me mandó a pasear a mis nietos.

—Levántese el concejal demandante, si es que puede, y diga si lo expuesto se atiene a la verdad —ordenó el juez.

Apoyando los nudillos de las manos en la mesa, el concejal adoptó pose como de… Bueno, no sé, a mí me recordaba la cosa de los monos, los gorilas, los babuinos de la 2 y así, ya sabes, y se incorporó a duras penas, echó la cabeza hacia adelante y dibujando una imagen muy, pero que muy parecida a la de un orangután, dijo:

—Así fue, aunque quiero hacer constar que el día de autos no fue mi mejor día. A las horas que era y todavía no me había desayunado, tenía comisión de gobierno, visita de un inversor japonés y cita con mi dentista. No, ciertamente, señoría, no estaba en el mejor de mis días.

—No hay excusas que valgan. Tomo nota. Continúe la demandada —pidió el juez.

—Yo le afeé al concejal su falta de educación —continuó mi madre—: le advertí que de allí no me movía NADIE: y que vergüenza le tenía que dar faltar el respeto a quien podía ser su propia madre. Pero nada, que no había modo… ¡Qué pesadez de hombre! Mientras yo imploraba y me acogía a las bases de la convocatoria, él seguía y seguía por el mismo camino: mira, vieja, que te saco a rastras, de los pelos te cojo, que llamo a la policía: y lo dijo, señoría: le juro por mis hijos que dijo lo que siempre acaban diciendo los que nunca fueron cosa y un día cosa los hacen: dijo: vieja, que tú no sabes QUIÉN SOY YO…

»Y yo, que me chupé los finales de Franco con el pobre de mi José del cuartelillo a Málaga y de Málaga al cuartelillo, pues eso: que se me vinieron aquellos años a la cabeza y así como que reventé y volví al que no y que no y que no, que de aquí no me muevo. El jovencito de la camiseta del Cheguevara salió en mi defensa… Y bueno, en fin: creo que ese chico ya no alcanzará jamás las glorias de un sueldo municipal. Es lo malo que tiene señalarse… El resto de los opositores también se solidarizó conmigo. Una niña de no más de veinte años gritó: “TODOS CON LA ABUELA” con un tono que a mí me recordó la escena del barco de Chanquete. Y oiga, créame que allí no quedó nadie, que abandonaron todos el salón: si yo me iba, ellos, todos, también se iban… Todos menos un calvo bizco, que era primo del concejal de Pirámides: el calvo siguió atornillado a su asiento y finalmente consiguió la plaza de pulidor de placas sin haber escrito nada: se limitó a firmar.

»El resto, ya le digo, señor juez, se marchó y se instaló en la Alameda, coreando coplas, estribillos y letras que hablaban de una abuela, que debía ser yo: y se manifestaron por las calles: y cruzaron el Puente Nuevo entre coreanos y tres grupos de alemanes que, sin saber por qué, se pusieron a aplaudir como locos, y llegaron a la puerta del ayuntamiento, donde, lejos de atender sus quejas, les azuzaron los tres perros mixtolobo que tiene el concejal de PORRAS Y DESFILES: otro que tal baila: después supe que se los había regalado un menda de Gibraltar por algo que tenía que ver con una licencia para abrir una academia de inglés, o eso me dijeron.

»Yo, a todo esto, aún seguía en el salón de actos. Y fue entonces cuando el señor Clarines, concejal de Pirámides, me agarró por el antebrazo (el cardenal aporto como prueba) y tiró de mí: con tal violencia y tan mala suerte que di en la tarima y quedé con las ENAGUAS al aire. Verme en el suelo, saberme agredida, con las enaguas expuestas a la vista de los cuatro o cinco que quedaban… No pude aguantar más la humillación: me incorporé, cogí el paraguas y SÍ, SÍ y SÍ: golpeé al demandante donde mejor pude hasta que solo quedaron en mis manos la empuñadura y un manojo de varillas. Reconozco que de haber tenido algo más contundente, una fregona o similar, pongamos por ejemplo, pues también le hubiera arreado. Y es que me puso de los nervios… Le juro, señor juez, que en la convocatoria no ponía nada de edades: sólo se indicaba que había que tener cumplidos los dieciocho el día de la prueba, pero por arriba nada, no se decía nada.

El juez se llevó las manos a la frente: cerró el portafolios: guardó la pluma en un cajón: limpió sus gafas con un trapito de esos tan suaves que regala óptica Baca: miró al fondo de la sala: miró a mi madre: echó un vistazo al rey y al mendigo: nos fue mirando a todos: uno a uno nos fue mirando a todos: y finalmente pidió al concejal de PIRÁMIDES que se pusiera en pie:

—¿Es todo cómo dice la demandada?

—Así es, señoría: podríamos resumir los hechos en que me golpeó y no paró hasta que hizo añicos el paraguas en mi cabeza.

—Bien. Visto que no niega los hechos relatados por las señora Garbajosa, teniendo en cuenta que ni el demandante ni la demandada plantearon objeción alguna a que el acto fuese público, ESTUDIADO el caso por mí, leída una parte y oída la otra, yo, juez de Valdearunda, con la autoridad que me otorgan la Constitución y mis 63 años ORDENO, y digo bien, OR-DE-NO:

1) Que se declare nulo el examen celebrado el 6 de noviembre.

2) Que el demandante propicie la renuncia de su primo al puesto, toda vez que consiguió plaza sin la menor competencia y no precisamente en buena lid.

3) Que se convoque otra prueba en plazo no mayor a 15 días.

4) Que doña Paulina Garbajosa sea admitida, para que así pueda demostrar si cumple o no los requisitos exigidos.

»Y si así lo digo es porque no es de recibo que sus 64 años sean más impedimento que mérito. Y más: quédese el demandante con los paraguazos, que bien merecidos los tiene, pues la demandada aplicó la fuerza justa y necesaria en un asunto en el que hasta enaguas hubo. Otrosí: compre y entregue el señor Clarines, concejal a la sazón de Pirámides y Obeliscos, un nuevo paraguas a la demandada, pues no podemos olvidar que fue la dureza de su cráneo la causante de la rotura.

—¡Pero, señoría…! —exclamó el abogado sin poder dar crédito a lo que oía. Y respondió el juez:

—Dada su preocupante inclinación a los PEROS, pues mire, señor letrado: que sean dos los paraguas: uno blanco y otro negro. Y ahora váyase, váyase, váyase a ver si el gato hizo pipí.

Aplausos. Olés. El de la camiseta del Cheguevara alzó el puño y se puso a cantar la Internacional: la verdad es que desentonaba bastante, pero al menos ahora ya no sudaba. Los ujieres se arrancaron por sevillanas. El mendigo seguía pasando entre los asistentes su vaso de papel McDonald: en su cara se advertía que la mañana le estaba resultando muy, pero que muy provechosa. El concejal de Pirámides ya hablaba de nuevo por su móvil putamadre, como si nada hubiera pasado: gajes del oficio, eso le dijo a su abogado: ya hablamos de la minuta y los honorarios la semana que viene, a ver si se los puedo colocar al ayun, me pareció oírle decir: genio y figura, que no finura.

Y uno de la Cueva: ya se sabe cómo son de atrevidos: se fue hacia el juez: lo levantó en hombros cual torero triunfador y lo paseó por la sala. La bandera, las banderas parecían moverse en su mástil de purpurinas eclesiales. La palomas habían pasado del zureo a los piquitos pelín desvergonzados, dueñas ya otra vez del alféizar de sus ventanas. El rey me guiñó el ojo derecho, al tiempo que agitaba sus orejas de Borbón zalamero… Creo. Mi madre invitó al juez a garbanzos con espinacas. Y el juez accedió gustoso.

Y colorín colorado: «Cumplir años no es pecado».

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