sábado, 27 julio 2024
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Arrabal de San Miguel

Y me di el paseo. Tomé el caminito que, siguiendo el contorno de las murallas, acaba (o así debería ser) en el barrio de San Francisco. Pregunté por los propietarios de las tierras que se desparraman entre el camino recién restaurado y los lienzos de muralla. Y descubrí que en su mayor parte son terrenos de propiedad municipal. Todos aquellos baldíos salpicados de algunos olivos y almendrillos sedientos, todos aquellos mares de pastos y cardos y avenillas secas por los soles de julio pertenecen al ayuntamiento y son, por tanto, de todos.
Sentí vergüenza al descubrir el estado de abandono, la despreocupación de nuestros munícipes, la indolencia a la hora de administrar las propiedades colectivas. Tal es el grado de dejadez que se advierte.
Viendo el caos reinante en aquellos pegujales, por otra parte tan visitados por los guiris que atajan hacia los Baños Árabes, me pregunté qué pasaría si un loco diera de arder a semejante mar de pastos secos en estos veranos de seis meses con que Natura «premia» ahora nuestro consumismo exacerbado. ¿A quién culpar?
Así las cosas, se me ocurre que el único modo de evitar males mayores queda en manos de la concejalía de Medio Ambiente: don Jorge, ándele, que usted es nuevo y bien puede: bastaría con enviar allá tres o cuatro desbrozadoras para poner fin o anticiparse al peligro de un incendio en plena zona monumental cada vez que llegan los rigores del estío.
Desde esta columna/trinchera nos limitamos a advertir: no somos pájaros de mal agüero ni queremos aguar la fiesta a nadie. Son ustedes, nuestros nuevos munícipes, los que deben poner pie en pared y acotar un riesgo que se mantiene desde hace decenios y que se solucionaría con tres o cuatro maquinillas y unas decenas de jornales, ya digo. La cosa es que el verano próximo, y lo escribo ahora, cuando todavía no hemos entrado en Navidad, el arrabal de san Miguel se encuentre limpio, en perfecto orden de revista, y libre de matojos y demás combustible, basura incluida, que haberla, hayla.
«Si un loco le diera un cerillazo, las llamas arrasarían de Padre Jesús al Barrio de San Francisco.» No lo dije yo. Me lo decía un hombre bregado en cosas del campo y que por allí pasaba. Tomen nota, pues; gobiernen y eviten. Dicho queda.
Pero me temo que nos harán el mismo caso que cuando reclamamos un indicador, en la carretera de Sevilla, con los horarios de visita de Acinipo. Así atienden algunos la voz de la ciudadanía. Acabarán por hacernos súbditos sin derecho al pataleo.
Lo anterior era parte de un artículo mucho más extenso que se incluía en estas páginas: entonces de papel: hará como veintimuchos años bajo el título de “Gobernar es evitar”.
Denunciábamos, creo que de manera bastante educada, el abandono que se advertía y advierte en una cuadrícula de gran valor histórico-artístico, al tiempo que rogábamos a nuestros barandas que pusieran medios para evitar un incendio que era y es perfectamente evitable, pues supone pocos gastos, pocos medios y muchos beneficios.
Pues bien, se fue servidor de vacaciones pueblerinas (a comer de válvula a casa de los abuelos, que por entonces todavía me vivían) y regresé acompañado de algunos familiares, a los que, días después, se sumaron amigos de otras partes que deseaban conocer los encantos de Ronda.
Yo, ingenuo de mí, daba por solucionado aquel asuntillo de los pastos secos en plena zona monumental. Así que siete adultos y una recua de zagales nos propusimos una visita por los principales monumentos de Ronda, dejándonos llevar, todo sea dicho, por los textos y los pies de foto de la aquella guía que sobre Ronda tan bien escribiera el Sr. Páez: entonces no había smarfones ni guguelmaps y todo era más, cómo decir, más cercano y agradable. En todo caso, más humano. Y hay que decir que este librito sigue siendo cuaderno de bitácora de obligado cumplimiento, pues, amén de sugerente, da una visión no por breve menos completa del rico patrimonio de la ciudad. Nosotros, ya digo, nos dejamos llevar por las recomendaciones del Sr. Páez y nos fue muy bien. Ni sería la primera ni la última vez que eché mano de sus acertados comentarios, lo cual demuestra que hay vida más allá de la interneta. Todavía la utilizo… y la recomiendo.
Y llegamos a la puerta de la Cijara o Ecijara, que escriben otros, después de haber recorrido la mayor parte de la Medina, con la intención de descender hasta los Baños Árabes. Ahí comenzó el silencio y el calvario. Ninguno de los participantes en la romería monumental podía entender que nuestros munícipes nada hubieran hecho para evitar los peligros de incendio, pues allá seguían los cardos secos, las deportivas desechadas y la ropa más demodé, y las avenas locas y los hierbajos, allí seguían, pese al artículo que yo escribiera tiempo atrás, cerrando el paso, impidiendo la visión de conjunto, allí estaban los olivillos y los almendros resecos y comidos de tiña incitando al cerillazo o llamando a la colilla despistada.
Yo no sabía qué decir y trataba de ocultar mi sonrojo: quería que la dejadez de nuestros munícipes no agriara tan ilustrada excursión. Me salió la vena patriótica y busqué alguna compensación que resarciera a familiares e invitados del mal gusto que en todos dejaba aquel panorama indolente y vergonzoso. Así que, mientras algunos alababan las excelencias del Minarete de San Sebastián o el trato exquisito que nos dispensó Manolo, quien tantos años fuera responsable de los Baños Árabes, más que nada por evitar cualquier comentario despectivo, pues yo me afanaba en resaltar la belleza de las murallas heridas por el sol del mediodía, recordando que si se conservaban en pleno estado de gracia era únicamente por la firmeza de Pons-Sorolla, quien a la sazón fuera director general de Arquitectura del régimen franquista y responsable de Ciudades de Interés Artístico Nacional. Ni así.
Continuamos por el caminito, entonces más que en bruto, embrutecido, hasta tomar la veredita que va a salir al Espíritu Santo, pero a los niños se les ocurrió bajar al arroyo de las Culebras. Créame usted: yo hice cuanto pude; pero no hubo forma de evitar que la chiquillería se diese de morros con lo que usted y yo sabemos que por entonces por allí corría.
Fue Javier, profesor de Historia Medieval en la Universidad de Salamanca, el que, más o menos, dijo:
—Difícil lo tenéis para que os incluyan en el Catálogo de Patrimonio de la Humanidad.
Dio en el clavo. Enmudecí. Y me pareció increíble que una Ciudad con tantos méritos fuese cuestionada por detalles como este que se podrían subsanar a poca voluntad que hubiera.
¿Tendrán que pasar otros treinta años para que alguno de los que nos gobiernan se tome en serio la crónica del guiri, la colilla, los matojos y el incendio tres veces anunciado? Un día de estos habrá que explicar las razones por las que el bueno de Pons-Sorolla dejó de venir a Ronda siendo alcalde de la ciudad Francisco de la Rosa y responsable de Obras en el ayuntamiento don Eloy González.

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