El vino está de moda. Siempre lo estuvo a través de tiempos y culturas diversas. Me refiero a ese vino que, consumido con moderación, amigo este argumento del deleite, es fiel acompañante de manjares, cuyos sabores enaltece en grado sumo. “Aviva el ánimo y predispone para la relajada conversación y afianza la amistad”, a decir de Néstor Luján, sibarita del buen comer y mejor beber. Y va más allá, cuando dice que “las placenteras sensaciones que ambos ritos proporcionan al cuerpo son más que aconsejables, “siempre que se lleven a cabo con tino y mesura”.
De estas prudentes libaciones todo puede esperarse, y en el cualquier asunto en el que ellas medien es presumible que culmine con éxito. Negocios, compromisos, afinidades amorosas, y todo lo que conlleve el trato entre personas, como que adquiere un tono más placentero. Milagro de la copa alzada cuando en ella se filtran tornasoladas transparencias, colmadas de complicidades, antes y después de trasegar su contenido. Y por si estas virtudes enumeradas fuesen pocas resulta que además, como no se empachan en afirmar expertos profesionales de la nutrición y la medicina, el vino proporciona salud y luenga vida. Vienen a tonificar las arterias, despeja sus intrincados circuitos y regula el colesterol, ese solapado enemigo que nos acecha en silencio y lesiona nuestro sistema cardiovascular hasta proporcionarnos un serio disgusto si no hacemos caso a las apremiantes a sus requisitorias.
Uno ya lo venía sospechando. Recuerdo como en mi pueblo natal, notable por su floreciente industria chacinera y recostado indolentemente en las fragosidades de la Serranía de Ronda, me preguntaba sobre la sorprendente longevidad de algunos vecinos, precisamente de aquellos aficionados al mollate, que así se referían al vinillo barato y peleón y no a otras bebidas de superior graduación alcohólica. “Esto es sangre de Cristo y da la vida” venían a decir, exultando de satisfacción. Y a fe que parecía verdad por el eufórico aspecto del rostro y la vitalidad de la que hacían gala. Que recuerde, nadie de los que se inmolaban cada día de manera regocijante en el altar de dios Baco (pero de una manera comedida, eso sí) y que supo renegar a tiempo de los estragos del tabaco, dejó este mundo a causa de patología isquémica o ictus cerebral, tan de moda hoy por desgracia
Me viene a la memoria la figura de Lorenzo, «el de la Posá», sobrenombre del que presumía por regentar un antiguo establecimiento, primero de los dedicados al hospedaje de modestos arrieros y sus bestias de carga, corredores de ganado y viajantes de comercios de la capital malagueña. Su desayuno durante los más de 95 años de su existencia consistió en sendas rebanadas pan de tahona, en la que alojaba un filete atocinado de cerdo, acompañado de un generoso vaso de vino, a ser posible de mosto procedente de los viñedos de las tierras de pan de llevar de la Dehesilla benaojana, a la sazón florecientes. En realidad, mi honrado vecino no hacía sino la recomendación que Antonio Machado dejó por cierta: “Con pan y buen vino se hace el camino”.
Vienen a cuento estas elucubraciones sobre los beneficiosos efectos del vino porque observo con beneplácito, por mi inclinación de acompañar cada comida con un vaso –o dos – de fresco tinto, unas veces, las menos, de reserva, y las más de crianza, cómo la profesión de enólogo comienza a interesar a jóvenes que se apuntan cada vez más a la carrera universitaria que dispensa estos estudios. Que haya gente interesada en seguir de cerca la trayectoria de los generosos caldos para hacer posible que sin menoscabo de sus virtudes hasta nuestras mesas no puede dejar de ser gratificante.
En la provincia malagueña, ya casi a muchos años luz de los desastres ocasionados por la filoxera que arruinará viñedos, los terrenos dedicados al cultivo de la vid se acrecientan y revalorizan, lo que no deja de ser una señal inequívoca del auge que experimentan en los últimos años la elaboración de vinos. Al amparo de las denominaciones de origen que avalan su calidad la elaboración de excelentes caldos llegan al mercado en medio de las alabanzas de los entendidos en este menester enológico. De las penumbras herrumbrosas de las bodegas de la Axarquía o la Serranía de Ronda, suben a los manteles de mesas humildes o encumbradas, en donde por derecho propio se instalan y son celebrados por su aroma y sabor. Vinos jóvenes, suaves y afrutados que sirven de feliz contrapunto a los dulces de Pedro Ximenez, López Hermanos, o a las ambarinas mistelas de Cómpeta. Nuevos vinos de Málaga y Ronda que ya piden con insistencia los versos de exegetas que al estilo poético de Salvador Rueda desgranen en sonoras trovas sus excelencias: «El vino mueve la primavera/crece como una planta la alegría, caen muros/peñascos, se cierran los abismos, nace el canto».