miércoles, 26 junio 2024
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Quo vadis Urtasun?

(I)

Don Ernest Urtasun (i) Domènech es un tipo singular que de tan rojo como se proclama y asegura ser: que lo será, no lo niego, y en su derecho está: pues mire usted, que no hay día que no dé una cornada a la mucho más que prosaica: sencilla y proteica socialdemocracia donde algunos hemos pastado: sin pesebre, eh, don Ernest, sin pesebre: desde que allá por el 78 los españoles abandonásemos la tamborrada del franquismo, convencidos de que las heridas del 36 se habían cerrado para siempre.

Don Ernest se lo curra: don Ernest no para ni duerme pensando en España: don Ernest es ministro de Cultura: y don Ernest, pese a su juventud, y desde que se aupara a la polipiel del buga oficial ha ido pasando por tantos sillones y canonjías que uno ya no sabe cómo fue que llegó a tanto ni tan alto, como tampoco se imagina uno cuál será el siguiente «abrevadero» donde se acabe imponiendo su ilustre figura de hidalgo pijoguay. Porque este tiene carrera.

Cara y carrera. Que en la política actual las dos van de la mano. Y se lo digo yo, don Ernest: usted tiene recorrido de Ferrari pentacilíndrico y no lo veo yo prescindiendo de modo voluntario, la verdad, de los taconazos y saludos de picoletos, choferesas y escoltas, aunque mucho me temo que a poco que la cosa de Sumar se venga abajo: jurarlo podría si de jurar fuera: usted, don Ernest, hace de la voluntad virtud: expresión tan de moda ahora: y le falta tiempo para levantar el puño, declararse marinaledista (de toda la vida) y decirse heredero de don Julio Anguita y demás simones estilitas.

Y mire usted, amable y sufrido lector: no parpadee: mantenga firme el ademán: porque este jovencísimo político que se formó en el elitista Liceo Francés de Barcelona: qué menos, oiga, qué menos: de pago, más que caro y más privado que una caja fuerte de la banca suiza: coherencia ideológica que se dice: se ha marcado dos objetivos que son el norte: el santo y seña: de su preclaro y prolífico paso por el Ministerio de Cultura (de España): a saber: uno, trocear el Museo del Prado y repartir fondos y colecciones por acullá y más allá: y dos, acabar con la fiesta de los toros, con los toros y con los toreros, sin olvidarse de los banderilleros, los monosabios, las mulillas, los utileros y hasta de los caballeros con castoreño, o sea los picadores a los que Picasso dibujaba recibiendo miuras con la izquierda… Todo un programa cultural, la verdad. Pocas cosas, pero con las ideas claras. Se echa de menos al señor Iceta y su juego bachatero de caderas: quién nos lo iba a decir.

(II)

Le podría haber dado por aumentar los fondos de las bibliotecas públicas de España, por ejemplo: se le podría haber ocurrido el aumento de dotación y la creación de nuevas becas para nuestros artistas plásticos, un poner: o la recuperación de La Barraca de Federico para llevar a Calderón y Lope hasta la última plaza de la España vaciada: pero no: el enemigo de la democracia no es la ignorancia ni el hambre de los poetas ni las penurias de nuestros pintores noveles, no: ni mucho menos: el enemigo de la democracia es, ya digo, el Toro y ya de paso los Victorino: padre, hijo y nieto si haber hubiera.

En fin, que no seré yo el que malogre ni tizne su biografía de hombre de ultraizquierda. No, no le mentaré a su abuelo paterno de Estella: Navarra: tierra de toros: tierra de encastes que diera sangre a las mejores ganaderías (de España): el camarada Urtasun Sarasíbar, así se llamaba: un falangista de tronío y nombradía al que el mismo Franco del de la Mili concedió la Medalla de Sufrimiento por la Patria y una pensión (hasta morir) sufragada por el conjunto de los españoles de uno y otro bando. Si es que esto de las Españas es tan complicado, don Ernest… Su abuelo aceptando la plata franquista y mi abuelo Manuel, con la espalda trufada de metralla, negándose a firmar el complemento mensual al que tenía derecho más que por cabezonería por coherencia. Usted rojazo de cuidado, yo rojillo de tintes anaranjados: vivir para ver.

A pesar de todo, usted me cae bien: pienso que a poco que acomodara «su registro ideológico» al sentir de la calle, acabaría siendo un buen ministro del Gobierno (de España): preparación no le falta: estudió mucho y con aprovechamiento: habla bien en un castellano más que correcto y todavía no ha sucumbido su tripa a los excesos consiguientes a los almuerzos de trabajo. Ay, si usted quisiera.

(III)

Le dejo un momento, señor ministro, y regreso a Ronda y aquel verano en el que el señor Brown nos puso en suerte con su Código da Vinci: casi seiscientas páginas de calcos esotéricos tomados de aquí y de allá, para acabar conduciéndonos a ninguna parte, dejándonos con la duda de si el Grial era el Sangreal o si la tal Sophie era una merovingia descendiente de la Magdalena… Por aquellos entonces, lo recuerdo muy bien, me topaba con Códigos hasta en la barra de los chiringuitos y en las tumbonas de las piscinas y en los portabultos de los AVE que seguían haciendo una peineta a la vieja estación de Ronda.

El Vaticano, París, Londres, Escocia… El señor Brown lo intentó. El señor Brown pretendió dar con la madre del Vellocino de Oro, pero o bien se equivocó de mapa o bien borró intencionadamente el nombre de Ronda de la geografía de los cultos más veteranos del Mediterráneo. Solo así se explica un final tan poco recomendable en su novela: cualquier plano de la ruta del Grial que no mencione a la vieja Arunda está abocado al más rotundo de los fiascos. Eso lo sabe cualquiera que haya estudiado en las aula de maese Jiménez, don Íker.

Antes de meterse en rehechuras templarias, el señor Brown debió darse una vuelta por esta ciudad de locos, a ser posible en septiembre, cuando el personal se vuelca en magias y rituales, y se afana en erigir un tinglado de paganismos que hunden sus raíces en algo tan simple como mantener el tipo frente al florete del manzanilla, obsequiar al visitante como merece, embriagarse sin hacer (demasiado) el capullo y respetar las treguas que la hospitalidad impone. Si eso no es el Camino del Santo Grial que venga Leonardo y lo diga… Tal vez nuestros barandas municipales debieron enviarle por aquellos entonces unas entradas para la Goyesca, pues solo así el señor Dan Brown se hubiera empapado de politeísmos auténticos y tan vivos como los que se pueden descubrir todavía en el ferial de Ronda la noche del sábado o en el paseíllo de la Goyesca.

Porque la Feria de Ronda es una misa pasional donde nada puede fallar por respeto al visitante. El Que Llega de las Afueras es el protagonista de estas fiestas locas que no conducen a ninguna otra parte que no sea la misma fiesta. ¿La perfección del círculo o es cuadratura? En todo caso, la heterodoxia donde todos caben: sin matices, sin colores, sin distingos ni excusas.

La mayoría de las ferias ―Málagas, Sevillas y tal― esconden su paganismo con más o menos pudor, pero no tarda en aflorar la Mano que Mece la Historia en las procesiones y en los nombres extraídos del santoral. Sin embargo, la Feria de Ronda es un canto preotoñal que llega para cumplir con don Pedro Romero (otros dicen que por mejor rememorar al tercio de Mora Figueroa entrando Novio de la Muerte al cuello…, cuando aquello de entonces, recuerda: verano del 36).

Ni vírgenes ni santos ni ocasos de astros: aquí se rinde culto al torero que estoqueó seis mil minotauros sin recibir ni una sola cornada. Tome nota, don Ernest, tome nota: el mismo que se dirigió al rey Fernando en términos no ya de iguales, sino de quien se sabe superior en el arte de la vida y en el oficio de lidiar con las moscas, la sangre, el trapo que barre el albero y con los criterios dispares del pueblo soberano: la democracia plena está en los tendidos de nuestras plazas de toros: cada pañuelo, un voto: nadie cuenta, ni falta que hace.

Porque don Pedro Romero, sépalo usted, don Ernest, no solo fue torero: para eso, al fin y al cabo, solo hacen falta huevos; él fue más lejos y ejerció de sumo pontífice de radicalismos por llegar. De algún modo alentó a Riegos, Empecinados y Torrijos. Él solo se dio maña bastante para apear el toreo de lo alto del caballo de los señoritos: Pedro Romero robó el protagonismo a los señores encastados en don Pelayo y desde entonces los misterios de la tauromaquia cayeron en manos del pueblo.

Don Pedro Romero entregó a la plebe los privilegios que hasta entonces habían permanecido en poder de un patriciado que se paseaba en lo alto del pedigrí de jacas pintureras y que, con lanzas a lo Santiago Matamoros, deslomaba ora a Apis, ora a la mismísima constelación de Tauro. Bastó un sencillo estoque de hierro: seis mil estocadas: y el pueblo se convirtió en dueño y señor de uno de los rituales que con más ahínco permanece en las riberas del Mediterráneo. Y eso: justamente eso: es lo que quiere usted quitar al pueblo con su persecución taurófoba y la eliminación del Premio Nacional de Tauromaquia, escrito sea con cuidado y no sin temor: por lo de Nacional lo digo.

Y de ahí a la Goyesca: a la corrida goyesca: su aura mitológica: la ortodoxia del hereje: el canon de perfección. Hemingway, las cenizas de Orson, Jean Cocteau, Rilke y Antonio Ordóñez, en calidad de Gran Maestro, recorren durante seis días galaxias de griales que desembocan en la fiesta más profunda de cuantas se celebran en Iberia.

La comprensión de lo que significa la Comunión de la Goyesca solo se puede encontrar en la cornamenta inmaculada de unos toros que se saben observados por Espinel, Lorca, Villalón, Pérez Clotet y demás pontífices de una religión que se llama poesía. Poesía, don Ernest, poesía. Así se explica que nada sea más terrible que la soledad del torero en los medios de la Plaza de Ronda: ni Madrid, ni Sevilla, tampoco Pamplona: solo aquí los toreros se saben juzgados por los dueños de los arcanos: tendidos de sol: democracia plena.

(IV)

Quo vadis Urtasun? Más que a dónde vas, lo que yo me pregunto es de dónde sales. Abuelo falangista. Remanente de Estella. Navarra… ¿Prohibirás también los encierros del pueblo de tu abuelo? ¿Te atreverás con los sanfermines? ¿Borrarás el toro del Guernica? ¿Declararás delincuentes a los correbous y bous al carrer de Cataluña y Valencia? A que no hay huevos…

(V)

Quousque tandem abutere, Urtasun, patientia nostra?

¿En latín? ¡Qué menos! Cada vez me acuerdo más de aquellas tardes interminables en que el bueno de don Arturo Jove Cima nos saludaba con Cicerón, Catilina, Julio… y nosotros copiábamos de la pizarra expresiones que se nos han quedado dentro: muy dentro: para siempre.

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