martes, 30 abril 2024
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Saramago, ranas infladas, días aquellos

I

Lo reconozco. Por más veranos que pasen, yo sigo soñando con aquel tipo aburrido que hacía ascos a los cubatas y a los combinados de Licor 43 y sobre todo al olor a jarabe que desprendía el ponche Caballero con hielo; tantos años después y me sigo viendo apoyado en la barra de la discoteca de La Puente, molesto por el humo, esquivando moscardones y trompas, navegando como mejor podía en medio de un mar enfebrecido de conversaciones incoherentes y pretendidamente trascendentales, aunque, eso sí, a sabiendas de que, tarde o temprano, acabaría pillando: si algo descubrí tan pronto cumplí los diecisiete es que a las discotecas todos íbamos a lo mismo y a por lo mismo, y mis amigos de entonces pueden dar buena fe de ello, como podrán certificar que pelmas, bocachanclas y borrachos siempre regresaban solos a casa.

Todo aquello ya no pasa de esbozo de carboncillo inconcluso y peor difuminado. De modo que hoy y por enésima vez, el telediario nos coloca imágenes de los desastres de la noche anterior: un año más anduvo la tropa con la berrea de los sanjuanes y los mil rituales del fuego: hay que decirlo: cada vez peor: más plástico para la mar: bolsas del híper que acabarán en el Pacífico o allá donde estuviera la Atlántida, botellas y vasos de toda forma y color, algún que otro cubierto, tres calzoncillos por allí, dos bragas por acá, un tanga con el escudo del Madrit, una toalla olvidada por los Simpson: poliéster todo, y alguna tartera rendida y abandonada como un soldado de reemplazo abandona el fusil ante el avance no por esperado menos aterrador de los mercenarios de la Wagner caminito de Moscú: en cuestión de horas todo quedó en nada: o lo parece: Rusia no es Roma, Moscú nada que ver con Numancia, tampoco Putin va más allá de funcionario pecholata al que todo esto de Crimea y el Donbás le viene demasiado grande: y sí, resulta más que evidente que si algo aprendió Rusia desde Lenin para acá fue a costear los servicios prestados y acallar las voces de sus traidores, gracias ahora, todo sea dicho, a los beneficios del petróleo y el gas que juramos no comprar los veintisiete de esta Unión Europea cada día un poco más alejada de la gente corriente: para hablarle de Ucrania a los generales de Putin que estamos… Porque si un exvendedor de perritos calientes pudo acabar dando órdenes a todo un ejército de cincuenta mil mercenarios es que aquí ya puede pasar cualquier cosa.

Y platos de poliespán que se lleva el levante y restos de vómitos acres que irán directos a las branquias de las lubinas: todos los sanjuanes lo mismo y en todas partes: c’est la vie: un Mediterráneo sin George Moustaki: muy al contrario, algunas canciones de ritmos machacones hasta la náusea siguen torturando a la única neurona que permanece despierta a las seis de la mañana, cancionetas siempre huérfanas de letra: búscate un hombre que te llene la nevera, eso es todo, amigos, y más machismo rancio y reggaetonero y dos huevos kínder y sandalias hundidas en la arena y restos de melones partidos a puñetazos y pelotas de papel orillo: y móviles que no paran, y videos y fotos, muchas fotos de saltos de hoguera donde algunos quemaron apuntes y libros apretando dientes en sonrisa forzada, mientras otros se carbonizan el trasero por no calcular bien distancias ni fuerzas: equilibrios etílicos, comatosos casi, entre las brasas y las llamas, que corroboran que sí, que efectivamente venimos y somos los descendientes no precisamente aventajados de aquellos homos que primero descubrieron el fuego para después inventar cómo hacerlo a voluntad… Nada nuevo. Los de Globo no sé cómo lo harán, pero acarrean pizzas y hamburguesas y bocatas de lomo alioli a golpe de móvil: qué distinta le pintaría la guerra a los rusos si en vez de tanques y drones se organizaran en batallones con patinetes y vespitas de esas que usan los avezados motoristas del reparto a domicilio. Donde ponen la ubicación, clavan el blíster de ensaladilla: sin GPS ni satélites espías: los proletas de Globo no fallan.

San Juan Bautista, ya digo: hijo de Isabel y Zacarías: primo carnal de Joshua: un modo como otro cualquiera de olvidarnos de cómo el gran capital juega a la ruleta rusa ―y dale― en nuestras sienes, mientras nosotros jugueteamos con una medusa mecida por las olas: blandiblú parece… Y a eso de las 12 del Día Después se oirá una voz en mitad del pasillo: «Déjalos dormir un poco más, que descansen, pobrecillos, tiempo tendrán de amargarse con la factura de las eléctricas, el euríbor y los diez años de paro que les espera»: y la resaca que irá pasando a fuerza de horas y horas de Netflix: series escritas —un decir— por los electrones rebeldes de la Inteligencia Artificial: vivir para ver: nadie recuerda que en Hollywood hay huelga de guionistas ante la llegada de estas peliculillas infumables que confirman que ya no queda nada que nos haga disfrutar el advenimiento del verano: solemnidades de un ayer no tan remoto, cuando se abrían oficialmente aquellos cines al descubierto: sillas de tijera en alineación perfecta: barra al fondo: vendedores de maní y pipas saladas y altramuces y cartuchos de camarones que aprovechaban el descanso con el cambio preparado: chicles Dunkin, tiras de regaliz y mirindas de naranja: pitillos que se fumaban como si no hubiera un mañana, a tan sólo unos metros de la permanente de mamá… Todo aquello pasó, se esfumó como se esfumaron las sobremesas de siesta interminable: manta al suelo: superhéroes Marvel de ásperas hojas, en penumbra, acunados por los plácidos ronquidos del abuelo que duerme en la alcoba contigua: camisetilla de tirantes: tendido bocarriba cual boa harta de gazpacho: hasta la Santa Cena del salón tiembla. Ahora nos queda el plástico, una toalla y varias quemaduras que no tardarán en infectarse: eso nos queda: eso y cientos de series a cual de ellas más estúpida, peliculillas sin la gracia del corte inesperado ―siempre supuse previsto de antemano― y cuyo final ya mismo podremos cambiar al gusto, de viva voz, según nos pille el día: que el poli mate al malo o el malo al poli será decisión tuya, incluso podrás casarlos si a bien lo tienes. Progreso llaman a la cosa los «sabios» de la magia cuántica, los mismos que quieren acabar antes de diciembre con el dinero en efectivo para imponer la dictadura de las tarjetas virtuales y alentar el más severo control por parte de los estados. ¿Progreso? Vergüenza debería darnos haber caído tan bajo. Progreso era llorar con el tema de Lara mientras Yuri Zhivago se inspiraba en la nieve de las estepas rusas traídas hasta las sierras del Guadarrama o gozar aquel silencio que se cortaba a navaja en alguna de Clint Eastwood: duelo: sol de plomo: calle solitaria: miradas que se cruzan: Campos de Níjar: enciende un purito con un fósforo prendido con las uñas, nunca supe cómo lo hacía: echa para atrás el poncho: suena el maestro Morricone… Todos nosotros sabíamos de memoria lo que seguía, pero ni los murciélagos osaban romper el encanto del instante. Por no hablar de cómo nos conocíamos Benidorm y Torremolinos la nuit y los primeros bingos se nos hacían familiares por obra y gracia de san Alfredo Landa, los Ozores, José Sacristán, nuestras Concha Velasco y Gracita Morales, y el infalible don José Luis López Vázquez… Inteligencia, seguro; artificial desde luego que no. Y Paulina que si quieres, en la última fila, justo debajo del butrón del proyector, sin terminar de decidirse entre el chicle y las pipas. La vida de todos encorsetada por las tapias de un cine de verano: besos y más besos, castos y angelicales besos de cura arrepentido, besos de tornillo a lo 007, piscinas y playas donde los rijosos con gafas de culo de vaso practican un espionaje tan carnal como baboso sobre rubias ―suecas dicen― que se dejan dar Nivea con yodo por otros mucho más agraciados, y algún escote algo más que atrevido: aplausos y piropos y sentidos ayes que hoy se considerarían políticamente incorrectos, pero que entonces provocaban un mar de risas frescas e inocentes que a nadie dañaban.

Pues bien, todo esto para decir que hoy hubiera cumplido un siglo y seis días, de no haberse muerto, quien en buena ley debió llamarse José Sousa Saramago y que se quedó en Saramago a secas, y tan feliz, oiga, tan feliz. No me imagino yo a don José haciendo el papel de cabra brincadora de hogueras, la verdad. Pero menos aún lo imagino dejando los restos de la melopea expandidos por las playas de Costa Caparica o Lanzarote. Al menos el maestro de Azinhaga dejó escrito por qué, a santo de qué y desde cuándo se cumple con un ritual que pretende quemar lo malo, lo feo, lo viejo para propiciar un año mejor que este que cierra ciclo con el reventón —de algún modo habrá que referirse a la gilipollez más supina que los siglos vieran, amigo Sancho— del Titan de la Ocean Gate, recuerda, ayer mismo fue aunque ya parezca tan lejano como el Paleolítico o los viajes de Ulises: un puñado de aburridos potentados se hacían un selfi con el Titanic al fondo… ¡Plaf! Eso fue todo. Los de las hordas Wagner se han ofrecido para buscar los restos. El pago por adelantado, ni que decir tiene.

II

A medida que avanzas por las carreteras terciarias que unen entre sí a los pueblecillos portugueses que se asoman a La Raya, vas descubriendo algunos porqués de la terquedad comunista de José Saramago. Aquel hombre íntegro y sencillo como sólo puede serlo un labriego milagrosamente dotado para la escritura, prisionero de su inmovilismo juicioso, merece que se le siga leyendo como el trasgresor que fue: un octogenario revoltoso que firmó sus mejores obras bien cumplidos los cincuenta y tantos toda vez que, según su inteligente parecer, nada importante tuvo que decir hasta entonces; un octogenario familiar que ni se escondía ni se rendía, mucho menos se vendió ni fue el tonto útil de nadie. En sus textos se descubren las claves que le impidieron ceder ante la desigualdad, su cerrazón frente el fervorín de los Sálvame que se apoderaron de las clases medias y no tan medias, su asco por los colegas que maltratan de palabra y obra a los compañeros de andamio, y sobre todo su porfía en hincar la pluma en las murallas del neoliberalismo sin filtro que a su capricho campa por Europa, por sus instituciones y sobre todo por sus bancos. Saramago fue —y es— la conciencia de una época marcada por la contradicción entre lo que dicen defender las izquierdas y el enjuague de los que transigen ante el expolio de lo público o se mantienen en sus trece de poner al frente de los dineros públicos a los que no hubieran sabido ni llevar las cuentas al mismísimo Cid Campeador cuando, camino del destierro, andaba tan tieso como un pedazo de cecina de caballo. Don José se señaló a conciencia y por las causas más dispares, y siempre lo hizo sin temor a las consecuencias que acarrea el enfrentarse a esos cinco o seis torpes que nunca faltan en todo grupo humano. Tal vez por eso leamos sus novelas con tanto deleite, las de don José, no las del Cid, claro: nos agrada, al estilo Sade, que alguien nos restriegue por los morros la incoherencia en que vivimos y nuestra vergonzante rendición definitiva y renuncia al sueño de un mundo regido por la poesía y por el reparto equitativo de las riquezas. Saramago nos viene a decir —me niego al pretérito— que de Atapuerca para acá todo se quedó en componendas hábilmente orquestadas por los que viven de alquiler en el Palace, entran de válvula a la Goyesca, dejan caer el acueducto romano de Fuente la Arena, se provechan sin pudor del trabajo de los niños o beben Vega Sicilia sin haber cortado en su vida un puñetero racimo de uvas.

Y ya puestos, le animo a pasar tres o cuatro días en el Alentejo: treinta y ocho a la sombra, coro de chicharras y una tribu de alacranes debajo de cada piedra. Y no es que lo que se vea en La Raya portuguesa sea muy diferente de lo que tenemos por el lado español. Pero hay en sus paisajes algo bestial, duro, extremadamente seco, y en las gentes, en sus ojos, se refleja la brutalidad de la historia, la perseverancia de unas castas que no se apean de sus privilegios ni a golpe de rebenque, por no hablar del reparto indecente y desigual de las tierras. Quien, como Saramago, escribió desde la perspectiva del mar de feudos de La Raya no puede menos que ciscarse en los caciques de antaño y en quienes, todavía hoy, favorecen la pervivencia de unas estructuras señoriales que debieron quedar zanjadas el mismo día en que el pueblo tomó la Bastilla. Y que no nos vengan con el cuento de que ahora al menos las viudas gozan de pensión y seguro médico, que sólo faltaba… Al menos. ¿Qué es al menos? Eso son trágalas y trucos de trilero: demagogia y excusas de mal pagador: Burt Lancaster: príncipe de Lampedusa: Gatopardo en estado puro: todo cambió, en la letra que no en la práctica, para que siguieran al frente del cotarro los mismos hijos de puta de siempre: al blasón y a la charretera les siguió una recua de mandarines ágrafos e ignaros que lejos de asaltar los cielos acabaron acampando puertas adentro del Palace, al querer del aire acondicionado, que tampoco es cosa de morirse como se mueren los tractoristas en la campiña sevillana. O lo que es lo mismo y más simple: el hombre cuando no siente el freno de Fuenteovejuna, tiende a comerse su plato, el plato de los demás y siempre acaba dándose de hostias para saquear la olla del potaje comunal.

La realidad es como es y no tiene vuelta de hoja: en Portugal y en España: en el Sahel y en Namibia: en Nueva York y en Bagdad: en Ronda y en Évora: los señoritos ―palabra aparentemente demodé― siguen en sus cortijos, en sus quintas del Alentejo, en las haciendas de Alburquerque, en los áticos de la Quinta Avenida, en los castillos restaurados de Moura y Penamacor, en los alcornocales de Aracena, en las colinas de Benahavis. Ellos cuentan billetes de doscientos mientras nosotros matamos los días brincando hogueras y celebrando sanjuanes entre plásticos que acabarán en el Pacífico y vómitos que irán directos a las branquias de las lubinas. Ahí siguen: qué pesadez de dinero: ahí siguen restregándonos por las narices la suerte que tuvieron al nacer donde nacieron y no tres casas más allá. Me pregunto por qué no les da por visitar más veces el pecio del Titanic. A que no hay huevos. Los animo. Que no lo dejen para dentro de un año. Mejor hoy que mañana. El espectáculo debe continuar a ritmo de reggaetón: todo el mundo haciendo palmas. Porque ahora es cuando se va a poner la cosa divertida de verdad: en el siguiente viaje de la Ocean Gate, porque haberlo lo habrá, puedes estar seguro: algún gilipollas de esos tantos que se cuentan por miles y sus hazañas en millones: conseguirá hacerse un selfi: el selfi: por el módico precio de lo que cuesta potabilizar el agua de un trozo de Mali del tamaño de la provincia de Málaga. Clint enciende un purito: retira el poncho: saca el colt… ¡Pum y plaf! Eso fue todo. Campos de Níjar. Veranos aquellos. Y Paulina que si quieres.

Nos han engañado, tron. Nos mintieron como a párvulos. No nos dijeron que Berlusconi era mortal ni que los programas de cotilleo acabarían convertidos en problema de Estado, con llamada en directo del mismísimo presidente del Gobierno; y también callaron que la Transición española, modélica y ejemplar como fue, terminaría en vulgar trampantojo. Sí, recuerdo que ellos, los que tenían reservadas las mejores sillas del cine veraniego, los mismos que todavía portaban la pipa del somatén en el sobaco, recuerdo, diré, que hablaban de revancha, cuando el pueblo, la gente de Jarcha y por ahí lo único que ansiaba era que se abrieran los escotes de las suecas en aquellas pantallas tan bien enjalbegadas, eso queríamos, eso y algo de justicia, claro, no mucha, que tampoco era cosa de ponerse exquisitos con Franco el de la Mili de cuerpo presente, que las pompas fúnebres las carga el diablo y nunca se sabe por dónde puede acabar saliendo la momia. Nos mintieron. Nos prometieron arroyos de leche y miel, un mundo libre de alzacolas y tuercebotas, y nos entregaron una cuerda de vividores en connivencia con un vendedor de perritos calientes al frente de los Wagner, Yevgueni Prigozhin se llama: con lo sencillo que sería llevar por nombre un sencillo Juan o un socorrido Antonio de los de siempre.

También a los portugueses les mintieron. De aquella estampa de fusiles y claveles se pasó al reconocimiento de facto de las desigualdades de ayer, de ahora y de siempre. Del «Grândola, terra de fraternidade» se pasó a las nostalgias estúpidas de esas ferias medievales tan de moda ahora en todos los pueblos de Iberia, como si en la Edad Media hubiera habido algo hermoso más allá del románico, como si aquello hubiera sido algo más que bubas en los sobacos, peste, obispos con espada al cinto, pulgas en las ingles, mierda por las calles y señores haciendo uso del derecho de pernada en sus fortalezas de granitos y cuarcitas. Del Grândola de Zeca Afonso y del fandango del Cabrero, con su pañuelo rojo al cuello, hemos pasado a un cartel de feria medieval donde sobresalen las musiquillas reggaetoneras asfixiantes y siempre anacrónicas. Eso es todo. ¡Plaf y pum!

Uno avanza por las carreteras terciarias de Portugal y tiene la sensación de no haber salido de Casas Viejas. Los paisajes nunca fueron nuestros, ni allá ni acá. Ni las piedras nos dejaron. Lo más que nos permiten es tomar una foto de una chimenea fálica de las que adornan las casitas de los proletas de San Vicente. Pero tú toca un trozo de alambrada, reclama el uso público de un camino usurpado, salta el muro de la finca, pon los pies en sus viñedos y ya verás como vuelven la Edad Media, el Cid Campeador, el prior do Crato y hasta el mismísimo don Enrique el Navegante para recodarte que eso tiene dueño, que eso no se toca, que esas tres o cuatro mil hectáreas de nada tienen amo, que ese pozo es propiedad exclusiva del Excelentísimo Señor Don Pelayo de Tal y que tú y yo, que cualquier día de estos vamos a diñarla como ellos, incluido Silvio, no tenemos otra que aceptar y callar, humillar la testuz y cerrar los ojos ante la certeza de que el mundo está mal repartido y peor gobernado. Eso es lo que hay. En fin, compadre, resumiendo, que Saramago es de los que pensaban que hubo una lucha entre un real y un duro, tenía la razón el real, y se la dieron al duro.

III

Tengo la certeza de que el lector ha de agradecer que por una semana hayamos dejado la política local en aras de estos revueltos escritos sin ton ni son, carentes de sentido y con la misma gracia que tiene la cara de Yevgueni Prigozhin cuando arenga a sus miles de mercenarios: la crème de la crème: lo mejor de cada casa: ese grupo de bárbaros y atilas que llevan el más acertado de los nombres: bendito sea el que tuvo la ocurrencia de llamar a una horda de asesinos con el apellido de un enano que respondía al nombre de Wagner, de sangre nibelunga todo él y sus allegados también. Poco más hay que comentar. El panorama es tan soporífero después del 28 de mayo: y no es para menos: que la normalidad y la rutina nadan en cloroformo: puro letargo: nadie se mueve, nadie pía, todos esperan seguir en el palmito: mutismo vasallo ante quien puede poner tu nombre en la lista de los malditos y pegarte cuatro años de aquí te espero. Y así, a ver, tú, a ver quién es el guapo que le dice al emperador que el burro renquea cada vez un poco más a medida que nos aproximamos al 23 de julio: santa Brígida de Suecia: peregrina ella, en Hontanas tiene capilla. Ya puestos a hacer el ridículo lo mejor hubiera sido tirar de los bombos de Navidad y sortear los escaños entre los candidatos. El resultado sería el mismo, pero con menos calor. Caloret, que decía la siempre ingeniosa y ocurrente doña Rita Barberá.

Pasan los años, los recuerdos nos vencen y caemos en la cuenta de que armar perchas con alúas no levanta aquellas pasiones de entonces: recuerda: cuando huíamos de la clase vespertina y nos perdíamos a la caza del pajarillo. Tampoco se practica ya aquella bárbara costumbre de atar latas al rabo de un perrillo que, despavorido, rompía por mitad de la procesión del Corpus. Así éramos. No me preocupa si los adolescentes de hoy son mejores o peores que los de hace cincuenta años, o si son más crueles de lo que lo fuimos nosotros cuando destrozábamos farolas y nidos o cascábamos sandías solo por el “gusto” de ver la cara de impotencia de un hortelano de setenta años; no lo sé, ya digo, aunque no debemos diferenciarnos demasiado, o, si se me apura, para mí que las generaciones actuales presentan valores que nosotros ni por asomo tuvimos.

Los medios de comunicación venden drama y convierten casos aislados en norma, hacen de la casuística toda una ciencia al gusto de las mayorías ovinas, y nos inundan con imágenes que deforman la realidad hasta el punto de que la sociedad acaba pensando que los centros educativos son patios de presidio —o peor—, que los chavales son todos unos monstruos maleducados en la Sevillana y en la play del San Andreas, o que los muchachos de quince a veinte van de verdugos de sus maestros o que son la tortura de sus padres con unas marcas y unos móviles que las familias no pueden costear. Habrá casos, tal vez demasiados, sin duda, pero todavía no es la regla.

Tal vez lo que suceda sea que tememos que alguien nos recuerde nuestras maldades de ayer. Incluso me atrevería a decir que en ciertas cuestiones son bastante mejores —más tolerantes, más solidarios, más críticos con el poder— de lo que lo fuimos nosotros cuando dábamos cogotazos al bueno de M. L. porque tenía chepa o llamábamos Caramosca a Paulina ―¡ojo el nuestro, tú!―, que llegó a miss Lagos del Guadiana y que, tan pronto pudo, cambió nuestras obscenidades pueblerinas por la BMW de un tipo que vino de loden verde y que, palabrita del niño Jesús, se dedicaba a la soldadura submarina. Me pregunto de lo que nosotros hubiéramos sido capaces con M.L. y Paulina de haber tenido los medios de hoy: el YouTube, el tiktok, su carajera madre y demás inventos. Qué no hubiéramos hecho nosotros, que nos concitábamos en el pajar para ojear un Penhouse que había llegado desde Alemania en el fondo de la maleta de un emigrante de entonces.

O sea, que es tiempo de echar la vista atrás y evocar aquellas tardes de siesta y cómics de la factoría Marvel, cuando saltábamos por las ventanas de la escuela, nos íbamos al río, pillábamos una rana a traición, le introducíamos una paja de bálago por salva sea la parte, soplábamos hasta hincharla y la echábamos al agua para ver cómo flotaba y daba tumbos entre los canchos y los carrizos. ¿Salvajes estos? Salvajes lo fuimos nosotros.

IV

¿Que no hay dios que entienda el texto y la palabrería anterior? Pues eso no es nada comparado con lo que recogen los programas electorales que se presentan a examen el 23 de julio.

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